Blade Runner 2049

Lo de Blade Runner es, realmente, un rayo atrapado en una botella. Una feliz colisión de imaginarios estéticos y literarios que dio lugar a una obra tan prodigiosa y tan influyente –y tan densa en su reinterpretación de los temas planteados por Philip K. Dick– que logró algo inimaginable en aquella época: lograr que la ciencia-ficción dejara atrás de forma definitiva el modelo arquitectónico de la Metrópolis de Fritz Lang, y se modernizara de forma definitiva.

No puede entenderse la vertiente moderna del género, y en general, el cyberpunk, sin la influencia de Blade Runner. Su propuesta ha inspirado a multitud de creadores que han desplegado centenares, si no miles, de universos nuevos, emparentados con el que coordinó Ridley Scott, y que se han alimentado de lo que allí planteaba… Para llevar esos apuntes, en cada ocasión, unos pasos más allá. Proponiendo giros cada vez más atrevidos y más sugerentes.

Frente a todo ello, da la sensación de que Blade Runner 2049 llega tarde a la fiesta. De que ignora lo mucho, y muy bueno, que se ha hecho dentro del género desde del estreno de la original, y no puede –o no sabe– proponer nada que no hayan explorado con mayor fortuna autores como Katsuhiro Otomo, Mamoru Oshii o las hermanas Lilly y Lana Wachowski… Así que, al menos en la versión que llega ahora a los cines –sería interesante comprobar hacia dónde se dirigía el guión original de Hampton Fancher–, se conforma con apuntar temas, sugerencias, sin asir ninguna de ellas con auténtica convicción.

El canadiense Denis Villeneuve se esfuerza por darle empaque visual al largometraje, y lo cierto es que se distancia de las coordenadas estéticas del original –y de lo que seguramente sea lo peor de aquél: su ritmo lánguido, cansino– para proponer una visión del futuro mucho menos brillante, más grisácea. Ahí reside lo más interesante del proyecto: en cómo, a nivel puramente estético, explora la imposibilidad de reincidir en aquella visión anticipatoria. No sólo porque la vampirización estética de la primera Blade Runner ha quemado sus hallazgos, sino porque, a día de hoy, su visión del futuro de nuestro planeta resulta incluso optimista.

La realidad es que Blade Runner 2049 acaba demostrando también la imposibilidad de volver a repetir aquella magia. En el Hollywood actual no se permite esa visceralidad, esa creatividad desbocada, que dio lugar al original. Así que, desde el minuto uno, esta secuela tardía se ha concebido como un producto de marketing dirigido al mercado de la nostalgia –aquél que sigue comprando remontaje tras remontaje de Blade Runner,  a pesar de que la primera versión siga funcionando mejor–, y que no puede permitirse un batacazo taquillero como el de su antecesora.

De ahí que todo resulte mucho más aséptico, más convencional. Que no se asuman grandes riesgos ni haya la más mínima intención de darle una vuelta de tuerca al género. Scott aprendió la lección de Prometheus –como ya evidenciaba la mucho más vulgar Alien: Covenant–: los fans no quieren que revolucionan las franquicias que adoran, sino que les ofrezcan (otra vez) las mismas ideas bajo nuevos ropajes.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.