El hombre invisible (2020)

La evolución de Leigh Whannell como director desde su debut en dichas lides, Insidious: Capítulo 3, hasta la película que nos ocupa (su tercera), es también la descripción de cómo ha logrado integrar las deudas expresivas que su ópera prima arrastraba del cine de su amigo James Wan, haciéndolas propias, e integrándolas dentro de una expresividad muy personal. Cierto es que se pueden detectar rastros de Wan en la forma de explorar los espacios de Whannell, pero su estilo es más estático, más pausado que el del malayo… Al menos en un proyecto como El hombre invisible, en el cual la inquietud surge de la exploración del vacío, de la ausencia dentro del plano.

Consciente de que el cine le ha dado muchas (quizás demasiadas) vueltas a la idea primigenia de H.G. Wells, ha optado por transformar su trama de ciencia ficción en un cuento de fantasmas, casi un relato de terror gótico en el que la maldición que arrastra su heroína, Cecilia (Elisabeth Moss), es la historia de maltrato de su ex pareja, Adrian (Oliver Jackson-Cohen). Desde la primera secuencia, Whannell coloca a su protagonista (y por extensión, al público) en tal estado de terror, de paranoia, que la atmósfera se tensa hasta el punto de que, salvo los lógicos respiros dentro de la trama, prácticamente no hay momento del metraje en el cual no flote una cierta sensación de amenaza velada.

Ahí reside la fuerza de la metáfora sobre la violencia machista que supone el largometraje: en la inteligencia con la que el director usa la invisibilidad del antagonista como proyección del miedo que siente la propia Cecilia, condenada a esconderse, a huir, por miedo a una amenaza sobre la que no tiene ningún tipo de control. De alguna manera, pues, El hombre invisible es también un trayecto de empoderamiento, de autoafirmación, en el cual los (puntuales, pero muy bien trabajados) estallidos de violencia van empujando a su heroína hasta el límite, obligándole, en cierta manera, a tomar de una vez las riendas de la situación.

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