El hoyo

Hay en el cine de género reciente una cierta tendencia a subrayar y/o verbalizar las metáforas y reflexiones sociopolíticas subyacentes, sea por torpeza del propio autor, sea por miedo a que el espectador no se haga consciente de las mismas –y no se dé cuenta de que está ante una obra importante–. En gran parte de los casos, da la sensación de que no hay interés real en desarrollar un relato de género, sino que la intención es ponerse una determinada medalla moral, ofrecer una imagen virtuosa para distinguirse, por contraste, de aquellos que cultivan lo genérico desde la trinchera, mucho más a flor de piel –véanse, a ese respecto, todas las producciones de terror y fantástico de A24–.

Ahí reside el principal lastre que impide que El hoyo le saque todo el partido a esa idea central a medio camino entre la distopía futurista a lo Orwell y la historia de personajes encerrados a lo Cube: en la insistencia del guión de Pedro Rivero y David Desola –basándose en una obra teatro de este último– en dejar en todo momento muy claro de qué está hablando la película y, sobre todo, con qué intención. Un detalle tan hermoso como que el protagonista, Goreng (Iván Massagué), decida entrar en la prisión/encierro con un ejemplar de El Quijote acaba convirtiéndose en un tópico –sobre todo, en relación a sus reacciones respecto al encierro– a base de subrayados continuos.

Y es una pena, porque Galder Gaztelu-Urrutia logra dotar a las imágenes de El hoyo de una atmósfera opresiva, asfixiante, que logra transmitirle al espectador el creciente desasosiego de un Massagué que funciona como guía para descubrirnos el (micro)mundo en el que se sitúa la acción. Para lo cual se apoya en un diseño de producción de Azegiñe Urigoitia absolutamente prodigioso, que con un gran minimalismo, y un uso muy preciso (e inteligente) de las perspectivas visuales, reproduce a la perfección la pesadilla distópica que constituye la historia.

La propia idea de la plataforma con comida que va bajando nivel por nivel no es, hay que decirlo, muy sutil en sí misma, pero durante la primera mitad del largometraje funciona de forma perfecta por esa sensación de extrañeza, rozando lo onírico, que impregna la acción. El problema es que, a partir de ahí, el guión de Rivero y Desola empieza a reiterar ideas y, lo que es peor, a subrayarlas más que nunca, como si el propio universo de El hoyo no pudiera sostenerse por sí mismo y necesitara mostrar sus cartas a la desesperada: no es casual que el uso de los efectos gore, hasta entonces muy bien medidos, se dispare de forma notable.

No se me entienda mal: se agradecen, incluso en su imperfección, propuestas tan valientes, tan poco habituales en nuestro propio cine de género –sobre todo teniendo en cuenta la reticencia de la mayor parte de los directores españoles a abordar la ciencia ficción si no es a través del filtro de la comedia–, como El hoyo. Pero también hay que reivindicar que no hace falta ni subrayar ni enfatizar metáforas (socio)políticas para dar valor a este tipo de productos: el valor está en su propia existencia dentro de una cinematografía con una relación tan problemática con el género como la española.

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