Que la acción de Gorrión rojo arranque con un montaje paralelo que relaciona las labores como agente de la CIA de Nate Nash (Joel Edgerton) y el trabajo como primera bailarina de Dominika Egorova (Jennifer Lawrence) no sirve (únicamente) para anticipar el destino de su protagonista. En realidad, está definiendo de forma muy temprana el universo en el que se va a situar la narración, lleno de falsedad, hipocresía e intenciones ocultas –no en vano, más tarde se nos revelará que el accidente que sufre su (anti)heroína, y que le obliga a dejar de bailar, no fue tal–, y en el que Dominika se mueve con una naturalidad pasmosa.
Pocas películas contemporáneas han planteado una visión del mundo del espionaje tan turbia, tan moralmente cuestionable, como la de Gorrión rojo. El proceso de adiestramiento por parte del Gobierno ruso que muestra el largometraje rememora el tono de ese cine de la perversión de los 70 que cultivaron directores como Pasolini, Cavani o Bertolucci, y que tan bien representa, en un papel pequeño pero esencial, Charlotte Rampling. Un proceso de humillación íntima al que Dominika se resiste, demostrando una resiliencia y una inteligencia emocional que la convierten, en teoría, en justo lo contrario de lo que las autoridades le piden a los llamados Gorriones… Y, de hecho, también en una amenaza en potencia porque, a diferencia de sus compañeros, piensa por sí misma –lo que será, a largo plazo, lo que acabará evitando que se convierta en otra pieza a sacrificar por los altos cargos gubernamentales–.
De hecho, salvo la que sostienen Dominika y su madre enferma, Nina (Joely Richardson), no hay relaciones sinceras, espontáneas, entre ninguno de los personajes que pueblan la trama. Todas están filtradas a través de las dobles, a veces incluso triples, intenciones de cada uno de ellos –siempre con agendas personales que ponen por delante de todo–, cuando no se sostienen sobre los más bajos instintos del ser humano. Incluso la historia de amor de Nash y la protagonista está matizada por esa ambigüedad, por ese juego continuo en el que –salvo ese plano final que juega de manera muy hermosa con el off visual– jamás llegamos a tener claro hasta dónde llega la sinceridad de sus interacciones.
Sorprende, en todo caso, encontrarse aquí con un Francis Lawrence que está casi en las antípodas de su estilo habitualmente excesivo, cargado de retoques digitales. Su trabajo en Gorrión rojo destaca por la contención y por la elegancia –atención a su espléndido uso del plano secuencia a lo largo de toda la narración–, y el contraste que eso genera, a la manera del David Cronenberg de Una historia de violencia o Promesas del este, con unas secuencias de violencia y tortura tensísimas, muy incómodas, en las que juega con notable eficacia con el sonido. Especial interés tiene el uso que hace de la arquitectura comunista y de los entornos nevados en los que se sitúa la acción, y que transmiten una sensación de abstracción asfixiante que encaja perfectamente con el universo del largometraje.
Cierto es que, en el mundo cinematográfico global en el que vivimos ahora, choca volver a encontrarse, en una historia ambientada en Rusia, con un montón de actores hablando en perfecto inglés con acento. Pero hay que entenderlo como parte fundamental de la apuesta de un filme que se sabe muy clásico, y que, de hecho, tiene la intención de recuperar, desde nuestra contemporaniedad, una forma antigua –que no vieja– de aproximarse a los relatos de espionaje.