Joker

(La versión original de este texto apareció en el núm. 406 de Imágenes de Actualidad)

Aunque en su primera aparición, en el número inicial de la serie regular de Batman, el Jóker ya se distinguía por su sociopatía y su actitud violenta, la llegada del Comics Code lo transformó, en los 50 y los 60, en una versión infantilizada y nada amenazadora de su concepción original. Por suerte, Denny O’Neill y Neal Adams le devolvieron su personalidad psicopática en la historia «The Joker’s Five-Way Revenge», recuperando su naturaleza de némesis del Hombre Murciélago y, lo que es más importante, incidiendo en un desequilibrio mental que se ha mantenido incólume en su retrato contemporáneo.

Ahí está el punto de partida de la atrevida relectura del personaje que Todd Philips se ha atrevido a llevar adelante con la ayuda de Scott Silver en el guión: en la mente trastornada de un criminal en potencia. A partir de algunos detalles del origen del villano trazado por Alan Moore y Brian Bolland en «Batman: La broma asesina», lo que hace Joker es convertir en el centro del relato a una persona desequilibrada, un narrador en absoluto fiable que, apartado y abandonado por un sistema que no acepta lo diferente (a lo largo de todo el metraje flotan las consecuencias sobre las políticas sociales de la llegada al gobierno de Ronald Reagan, y sus paralelismos con la presidencia de Donald Trump), va perdiendo por completo el contacto con la realidad hasta crear, dentro de su mente, una especie de universo mental paralelo en el que se siente aceptado, reconfortado, incluido. Lo atrevido de lo que aquí proponen Philips y Silver es que, salvo ciertos subrayados explicativos que están, de lejos, entre lo peor del film, no acaban de dejar claro qué hay de real y qué hay de alucinación, incluso de fuga psicogénica, dentro de lo que se nos cuenta a lo largo del metraje.

Lo terrible de lo que nos explica Joker es que un enfermo mental, incapaz de distinguir entre lo que es real y lo que no, como Arthur Fleck (Joaquin Phoenix), se convierte en representante de los oprimidos, de los abandonados por el sistema. La desesperación que provoca una desigualdad social aparentemente sistémica lleva a que aquellos que se sienten más desamparados se vean atraídos por los discursos populistas, reaccionarios, que les dan algo que nadie más les proporciona: soluciones reales, por enloquecidas y peligrosas que supongan. No es en absoluto casual que Joker reproduzca el tiroteo real a través del que un ingeniero, Bernhard Goetz, se defendió a principios de los 80 de un grupo de atracadores en el metro de Nueva York. Ni que capte también algo de la respuesta mediática que generó. Que un homicidio a sangre fría se convierta, como en la secuencia similar de El justiciero de la ciudad, en un símbolo de lucha contra el sistema, evidencia lo tremendamente perdida que está la sociedad. Cierto es que, como se ha dicho aquí y allá, se pueden crear numerosos paralelismos respecto a la obra temprana de Scorsese (productor del film a través de Sikelia Productions), pero lo cierto es que hay aquí mucho más del humor negro de Paul D. Zimmerman en El rey de la comedia que del dolor interno y la tortura calvinista de Paul Schrader en Taxi Driver.

Claro que, por encima de todo, Joker es Phoenix. El actor se echa el proyecto sobre sus espaldas, y sublima el histrionismo endémico del personaje a partir de los trastornos mentales que arrastra (jamás definidos en pantalla, si bien hay una explicación orgánica, de nuevo innecesaria, de sus orígenes), construyéndolo a partir de unos mimbres bastante inestables, y humanizándolo a través de las (aparentes) trazas de normalidad que van colándose a lo largo del metraje. A través de de esa interpretación llena de matices, más empática que desquiciada, logra que la caída en los abismos de la locura de Fleck se convierta en algo natural, casi diríase que orgánico: ahí encaja el físico frágil, al borde de lo irrelevante, cultivado por el actor. De hecho, su (re)visión del villano de Batman no es la de un genio del Mal, ni siquiera la de un psicópata manipulador con sed de sangre, sino la de un enfermo mental asfixiado por sus propios demonios internos que se descubre a sí mismo (si podemos fiarnos de lo que se nos cuenta) como un error sistémico que le ha convertido en un contenedor de dolor y de locura. De ahí la belleza de la (enésima) reproducción del traumático asesinato de Thomas (Brett Cullen) y Martha Wayne (Carrie Louise Putrello): la locura desatada por el personaje de Phoenix, enraizada en su traumática infancia, provoca, a través de otro trauma personal, la creación de su gran archienemigo.

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