La noche de Halloween

Sobre el papel, no había pretensión alguna de originalidad tras el proyecto de La noche de Halloween (Halloween, 1978). Solamente la intensión de generar un éxito de culto similar al de la canadiense Navidades negras (Black Christmas, Bob Clark, 1974) –de la que, de hecho, adapta varias figuras expresivas, entre ellas ese plano secuencia subjetivo con el que arranca la acción– inspirándose, como aquélla, en la tensión y la violencia del giallo italiano, pero por la mitad de su ya ajustadísimo presupuesto. Lo que impulsó a su joven director, John Carpenter, a aplicar una filosofía similar a la que le había servido para construir su ópera prima en solitario, Asalto a la comisaría del distrito 13 (Assault on Precint 13, 1976): si allí deconstruía una de sus películas favoritas, Río Bravo (Rio Bravo, Howard Hawks, 1959), trasladándola a un contexto genérico distinto, y sobre todo, desdibujando a los antagonistas hasta convertirlos en una masa fantasmal –detalle que le permitió economizar, y mucho, a la hora de plantear las secuencias de acción–, lo que hizo aquí con Michael Myers fue sacarse de la manga un psychokiller que observa, persigue, acosa, hasta provocar una tensión insoportable en el espectador, pero cuyos estallidos de violencia son, en realidad, mucho menos extremos de lo que siente el espectador cuando los presencia.

Si no fuera por su espléndida escena de arranque –otra gran deconstrucción, en este caso de los traumas psicológicos del giallo, pues aquí, en realidad, no hay nada que justificar: Myers es una fuerza de la naturaleza desatada–, que nos subraya, como el momento de la fuga en el manicomio, que estamos viendo un slasher, lo cierto es que La noche de Halloween podría pasar, al menos inicialmente, por un drama psicológico protagonizado por canguros adolescentes. Carpenter retrata el pueblo en el que transcurre la acción, Haddonfield, con largos travellings que siguen a los personajes mientras hablan de banalidades cotidianas, y a través de los que muestra el lado más tétrico, más mortecino, de las zonas residenciales típicamente estadounidenses. Frente a la imposibilidad de contratar figurantes para llenar las calles, el director aprovecha para dejar prácticamente aisladas a sus jóvenes protagonistas en unos exteriores vacíos, amenazantes –a tono con la atmósfera funesta que preside todo el metraje–, a la merced de un asesino que se pasea impunemente y sin oposición por las localizaciones. Es mérito de Carpenter y de su dominio del ritmo y de la tensión que, desde la secuencia inicial, en realidad no vuelva a producirse otro asesinato frente a la pantalla prácticamente hasta cuarenta minutos después. No es necesario: el director ya tiene al espectador al borde del asiento, y sin (apenas) mostrar una gota de sangre.

Tampoco es que La noche de Halloween se caracterice, precisamente, por su violencia desatada. De forma paralela a este proyecto, el director estaba trabajando en un telefilme, ¡Alguien me está espiando! (Someone’s Watching Me!, 1978), que puede verse como una especie de pieza complementaria de las andanzas de Myers, pues, al fin y al cabo, también aborda el acoso de un psychokiller sobre una víctima femenina (aparentemente) vulnerable, si bien desde una perspectiva mucho más abiertamente hitchcockiana. Entre ambos trabajos se produce, aunque sea de forma meramente inconsciente, una cierta retroalimentación que conlleva que los asesinatos cometidos por el matarife interpretado por Nick Castle estén planificados de una forma casi tan matemática, tan precisa, como los del director de Psicosis (Psycho, 1960). Frente a los largos planos sostenidos que caracterizan la mayor parte del metraje, en las secuencias violentas Carpenter fragmenta la acción, altera el encuadre, para maximizar su eficacia sin necesidad de ser explícito. Siguiendo el famoso ejemplo del homicidio de Marion Crane, el impacto visceral de dichos momentos reside, más allá de los golpes musicales compuestos por el propio director, en que impelen a que el espectador rellene los huecos, utilizando pequeños detalles de sonido directo –la respiración entrecortada de Myers, el ruido del cuchillo clavándose…– para provocar un desasosiego casi incontrolable.

Prueba de la excepcionalidad de la película es que, en realidad, su secuela Sanguinario (Halloween II, Rick Rosenthal, 1981) generó muchos más imitadores que la original. Más que nada, porque el subgénero del slasher tomó de ella poco más que los detalles más superficiales y anecdóticos –básicamente, la estructura y determinadas elecciones argumentales, en realidad, heredadas de Navidades negras–, apostando, en realidad, por una frontalidad, por un carácter explícito, mucho más inspirado en los gialli que la sutilidad atmosférica que desarrolló Carpenter: incluso él mismo, cuando, en obras posteriores, ha vuelto a explotar ese sentido de lo ominoso que impregna y da forma a La noche de Halloween, lo ha hecho conciliándolo con una violencia más directa, como evidencian filmes que rodó apenas unos años después, como La niebla (The Fog, 1980) o, sobre todo, La cosa (The Thing, 1982).

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