El talento de Alfred Hitchcock para captar (y colmar) la atención del público, y la casi incombustible popularidad resultante de ello, ha acostumbrado a ensombrecer un aspecto fundamental dentro de la filmografía del director británico: su inquietud técnica, y su necesidad de plantearse continuamente retos narrativos. Uno de los más recurrentes a lo largo de su carrera fue el de limitar al máximo el espacio dentro del que se desarrolla la acción, algo que esbozó en Alarma en el expreso (The Lady Vanishes, 1938) y desarrolló de forma más profunda, con resultados muy diversos, tanto en Náufragos (Lifeboat, 1944) como en La soga (Rope, 1948) –a la que se unía un reto adicional: narrar la historia en un (falso) plano secuencia–. Precisamente en el famoso libro-entrevista con François Truffaut, El cine según Hitchcock, el británico renegaba de esta última, en sus propias palabras, porque «rompía con todas mis tradiciones y renegaba de mis teorías sobre la fragmentación del film y las posibilidades del montaje para contar visualmente una historia».
De esa frustración nace, de hecho, La ventana indiscreta (Rear Window, 1954), que es, en cierta manera, una especie de extensión, de reescritura formal, de la propuesta que era La soga. Partiendo de un relato breve de Cornell Woolrich, It Had to Be Murder, que justificaba la unidad espacial que pretendía, de nuevo, explorar, Hitchcock hizo construir un plató específicamente para el largometraje, en el que desarrolló y perfeccionó todo lo que había aprendido de su anterior colaboración con James Stewart para, en esta ocasión, ser absolutamente fiel al punto de vista de la historia. Los ventanales trucados de aquélla, en los que el anochecer iba marcando el tiempo real en el que transcurría la acción, dieron paso en La ventana indiscreta a una construcción mucho más ambiciosa, en dos niveles: uno más pequeño, y ligeramente elevado, para el apartamento del personaje de James Stewart; y otro mucho más grande, erigido en perspectiva y a cierta distancia del primero, que representaba varios edificios de entre cinco y seis pisos de altura. Con lo cual todo lo que veía su protagonista al otro lado de su patio de vecinos estaba ocurriendo, realmente, frente a la pantalla, lo que permitió a Hitchcock multiplicar los focos narrativos de una historia que, en realidad, iba más allá de su propio misterio criminal.

Expandiendo, en realidad, lo que había llevado a cabo en Náufragos –en la que, dentro del bote en el que se situaba el largometraje, construyó un pequeño «microcosmos de la guerra»–, lo que hizo el director fue representar, a través de esas vidas ajenas observadas por su voyeurístico protagonista, los diversos estadios de las relaciones hombre-mujer, que ejercían como proyección de su propio miedo al compromiso. Hay algo de freudiano, de inconsciente, en esa identificación –no parece casual, desde luego, que ninguna de las parejas que observa el personaje de Stewart tenga hijos–, y ese es un aspecto de la narración en el que Hitchcock incidió especialmente, construyendo todas esas historias paralelas de forma puramente visual, sin recurrir a los diálogos por fidelidad a la unidad de espacio: al fin y al cabo, desde el apartamento principal sería imposible oír lo que dicen los vecinos. De ahí que el director, aprovechando su experiencia dentro del cine mudo de los años 20, desarrollara una serie de narraciones silentes, puntualizadas por los comentarios de sus personajes principales pero que, a la hora de la verdad, el espectador podría comprender a la perfección simplemente observándolas, sin necesidad de recibir más datos sobre las mismas. Eso es lo que las hace tan intuitivas –y lo que obliga, por otra parte, a una cierta simplificación–, tan fácilmente asumibles más allá de la trama principal.
No obstante, y como es habitual en Hitchcock, su fidelidad al espacio único de la historia tiene, en realidad, truco. Cuando el espectador ya se ha habituado al aparato escénico desplegado por el director, y ha asumido que toda la narración se desarrollará a partir de dicho condicionante, se saca de la manga una secuencia –aquélla en la que aparece asesinado el perrito que podría incriminar al (presunto) asesino que interpreta Raymond Burr– que rompe sus propias reglas, pues saca la cámara al patio de vecinos, alejándose del apartamento de Stewart y refocalizando, en ese instante, la atención del público. Que, en general, los que ven La ventana indiscreta no se den cuenta de que el británico se la ha jugado es, en realidad, mérito de su inquebrantable fidelidad a ese punto de vista que se había autoimpuesto. De ahí que, durante toda su vida, se lamentara de haber incluido el falso flashback de Pánico en la escena (Stage Fright, 1950), a pesar de que considerara –con muy buen criterio, de nuevo adelantándose a sus propios coetáneos– que, ya que «en el cine aceptamos de buena gana que un hombre haga un relato falso», entonces «¿por qué no podríamos contar una historia falsa en lugar de un flashback?». Una idea sobre la que se construye, sin ir más lejos, toda la narración de Alta tensión (Haute tension, Alexandre Aja, 2003).