No hace falta más que conoce mínimamente la carrera cinematográfica de Darren Aronofsky para intuir lo que se agazapa detrás de madre! De hecho, no es que el director oculte precisamente las referencias bíblicas sobre las que, en clave de terror psicológico de textura y ritmo seventies, va construyendo un relato que huye de lo convencional, de lo obvio, y obliga al espectador a empatizar, o al menos a interesarse, por una serie de personajes que funcionan como metáforas religiosas –todo lo que enloquecidas que uno quiera, pero fidelísimas, al menos en espíritu–.
Lo más interesante de madre!, sin embargo, no está en lo que Aronofsky quiere contar, sino en lo que, sin darse cuenta, se le cuela entre líneas, y enriquece una propuesta que le exige mucho al espectador. Sin ánimo de revelar nada de una trama que, considero, debería descubrir el público en la propia sala, el director también reflexiona –aunque sea, como comentaba, de forma puramente inconsciente– acerca del acto creativo, y el carácter demiúrgico y arrogante de aquellos consagrados a su arte. Lo que, al mismo tiempo, también le lleva a incidir en la dificultad de esos creadores –y el personaje de Javier Bardem, precisamente por la figura religiosa que interpreta, lo es– para empatizar de forma sincera con los demás, cuando en el fondo lo que buscan es el reconocimiento ajeno, el aplauso.
Vaya por delante, no obstante, que madre! es terriblemente irregular. Repleta de altibajos. Pero es que lo que la hace apasionante es ese atrevimiento, ese sentido del riesgo que ha llevado a Aronofsky a dejarse llevar más por la intuición que por su habitual afán perfeccionista, y a construir, por eso mismo, una obra particularmente visceral, que no tiene miedo ni a contrariar a su público –no hay más que ver las notas que ha obtenido incluso entre la comunidad crítica– ni a soliviantarlo con una crudeza no exenta de elegancia.
Una vez visto el largometraje, se entiende el guiño a La semilla del diablo del cartel. No solamente porque el relato tenga mucho del Polanski más inquietante, más surrealista –si bien, a nivel formal, a mí me ha recordado mucho más a Repulsión, sobre todo por su uso de detalles desagradables–, sino porque, en el fondo, la historia no deja de ser una inversión religiosa, pero igualmente perversa y un tanto nihilista, de aquella adaptación de la popular novela de Ira Levin.
Aronofsky y su director de fotografía habitual, Matthew Libatique, han vuelto aquí a rodar en 16 mm, y lo cierto es que explotan muy bien esa inquietud adicional, casi inconsciente, que el grano del formato le añade a la historia. Salvo unos pocos –y breves– planos, la acción no sale nunca de la mansión en la que se circunscribe la trama, y ese detalle tan buñueliano le permite a Aronofsky jugar de nuevo con la steadycam y con la iluminación para, en este caso, ir filtrando cada vez más detalles inquietantes dentro de un contexto en apariencia normal que, en realidad, resulta ser algo totalmente distinto.