Midsommar

(El texto original apareció en el núm. 404 de Imágenes de Actualidad)

Una de las características principales de las películas de Ari Aster, y que comparte gran parte de la generación de cineastas que se está acercando al terror desde un ángulo cercano al cine Sundance, es una necesidad casi compulsiva de telegrafiar los mensajes que hay detrás de sus ficciones. No es solamente que no confíe en el público para leer entre líneas, sino que tampoco se fía del propio género terrorífico para sostener sus intenciones discursivas. Algo que lastraba a su aclamado debut, Hereditary, y que todavía le pesa más a un segundo largometraje, Midsommar, en el que sus personajes declaman frente a la cámara, a través de los diálogos, las cuitas interiores que, en teoría, Aster nos debería transmitir a través de la pantalla.

Pero si en su ópera prima, con sus problemas de atmósfera y de ritmo, al menos había sugerencias visuales y argumentales (más o menos) reivindicables, en Midsommar hay poco a nivel artístico a lo que agarrarse. El director intenta darle una mayor preeminencia a ese humor negro que impregnaba su primer corto, The Strange Thing About the Johnsons, pero lo cierto es que le ocurre exactamente lo mismo que con el terror: le falta auténtico convencimiento a la hora de abordarlo, y apuesta por una extrañeza, una incomodidad, que no oculta la completa ausencia de timing cómico de unos actores que no parecen tener clara la película en la que están inmersos. En lo que tiene mucho que ver el grave problema rítmico que la película comparte con Hereditary: lo cierto es que a sus casi dos horas y media de duración le sobra sesenta minutos (o más), lo que podría haber logrado que, al menos, la acción avanzara con mayor agilidad y no resultara tan narcótica.

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