Mindhunter: Temp. 1

Era relativamente fácil que, en otras manos, y partiendo del material en el que se inspiraba –una novela de no ficción en la que John E. Douglas describía cómo el FBI creó el sistema de perfiles criminales moderno y que, por cierto, Editorial Crítica ha publicado en castellano–, Mindhunter hubiera caído en la mera repetición en formado qualité de los esquemas narrativos de los procedurals psicopatológicos en la línea de Mentes criminales. Pero, claro, en ese caso, el proyecto no habría llamado la atención de un David Fincher que, no está de más recordarlo, tiene en su haber dos largometrajes fundamentales para el subgénero: Seven y Zodiac.

El showrunner de Mindhunter, el dramaturgo australiano Joe Penhall, ha concebido esta primera temporada como el proceso de degradación moral (y mental) de su protagonista, el joven agente del FBI Holden Ford (Jonathan Groff), a medida que su supuesto idealismo se revela como una máscara que revela un carácter obsesivo, con unos problemas para asimilar los límites que le aproximan a la sociopatía. De ahí su capacidad para entender a los criminales, para prever su acciones (y reacciones) y utilizarlas en su provecho: porque, tras su aspecto profesional, impoluto, se esconde un interior turbulento, que de alguna manera intenta comprender a través de los asesinos en serie con los que se entrevista.

Por eso adquiere tanta importancia la figura de Ed Kemper (Cameron Britton), el primer homicida al que Ford entrevista junto a su compañero Bill Tench (Holt McCallany), y que acaba convirtiéndose en una especie de reflejo perverso del propio protagonista, pues, además de apreciar su inteligencia y su capacidad para expresarse verbalmente, se identifica con sus dificultades para integrarse socialmente. De ahí que, en el capítulo final –no casualmente, uno de los cuatro que dirige Fincher–, vuelva a encontrarse con Kemper y se enfrente, precisamente por ello, a su propia monstruosidad reflejada.

Ford se asoma miedo al abismo que suponen las mentes de los asesinos en serie que entrevista –así como a los que caza, no siempre con la misma eficacia ni resultados tan satisfactorios– y, por el camino, arrastra consigo a los que le ayudan, como Tench o la psicóloga Wendy Carr (Anna Torv). Todos ellos acaban sintiéndose afectados, en un sentido u otro, por el trabajo que realizan –el equipo de guionistas liderado por Penhall realiza un trabajo espléndido desarrollándolos de forma individual, y empleándolos como contraste respecto al personaje principal–, y sintiendo por eso mismo un gradual rechazo al comportamiento cada vez más antisocial y más desordenado de Ford.

Ahí está la fuerza de Mindhunter: en la inteligencia con la que equilibra su vocación genérica –y su fidelidad a los esquemas del procedural– con el cuidado con el que describe cómo afecta a sus protagonistas el hecho de enfrentarse cara a cara con un Mal que, ahí está lo terrible, no es absoluto ni inaprensible. Al contrario. Por eso Ford acaba la temporada desmayándose, aterrorizado frente a la experiencia que acaba de vivir con Kemper: porque se hace, por fin, consciente de su escalofriante cercanía. De lo terrorífico que resulta ser capaz de entender esa perversidad tan absoluta.

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