Muñeca rusa

A pesar de que ya había dado cumplidas muestras de su talento para la comedia amarga en sus largometrajes previos como directora, Despedida de soltera y Nunca entre amigos –los cuales pasaron tristemente desapercibidos por la cartelera–, ha tenido que llegar la televisión, y más concretamente Netflix, para que el gran público reconozca por fin el talento de la dramaturga Leslye Headland. Pese a haber llegado al proyecto de Muñeca rusa cuando sus otras responsables, la también protagonista Natasha Lyonne y Amy Poehler, ya estaban trabajando en su desarrollo, Headland ha logrado impregnar la serie de ese hálito melancólico, que por momentos roza la desesperanza, del que suele dotar a sus personajes, y que lleva a que, incluso cuando viven un happy ending, flote siempre en el ambiente un cierto poso de amargura.

Algo que resulta esencial en una comedia con un trasfondo tan deprimente como la que narra Muñeca rusa, cuyos bucles temporales, más allá del gimmick narrativo a lo Atrapado en el tiempo, intentan transmitirle al espectador, según confesión de la propia Lyonne, la sensación de desorientación y de desconexión de la realidad que sienten los adictos. Hay, pues, cierto poso de (auto)confesión existencial tras las continuas y metafóricas muertes de Nadia (Lyonne), pero también en su continuo bloqueo de cualquier atisbo de relación personal profunda a través del sarcasmo, así como en la manera en la que rehúye enfrentarse al dolor, y al mismo tiempo, al miedo a posibles herencias genéticas, que le provoca la figura de su desquiciada madre Lenora (Chloë Sevigny).

De ahí que la serie arranque como una comedia negra (muy negra) con excusa fantástica de fondo, y vaya transformándose, a medida que avanzan los episodios, en una exploración cada vez más amarga y menos amable de los conflictos y los traumas que subyacen tras la raíz del mencionado bucle temporal –que vincula, además, a Nadia con un personaje con un tipo de adicción distinta, Alan (Charlie Barnett)–. Una transición para la que resulta esencial la interpretación de una Lyonne que, lejos de su habitual rol secundario, modula con aparente sencillez la transición dramática de un personaje que arranca, según ella misma confiesa, como reflejo femenino del Andrew Dice Clay de Las aventuras de Ford Fairlane, para acabar explorando sus vulnerabilidades, sus limitaciones íntimas, con una franqueza y un verismo realmente acongojantes.

En Muñeca rusa, la reiteración de situaciones y conversaciones no sólo sirve para generar comicidad, sino sobre todo para extraer matices, pequeños detalles, que van revelando las grietas que oculta tanto la imagen de Nadia como la de Alan. Pese a su apariencia (o su deseo) de control, su desorientación vital ha hecho que se hayan aislado de aquéllos que les rodean, que pierdan pie respecto a su propio contexto,  y la exploración de sus propios bucles no es sino un proceso de autoconcienciación, de reafirmación mutua, que les hace descubrirse mutuamente y comprender, por mero reflejo, hasta qué punto necesitaban que alguien les viera de verdad.

Lo hermoso de la serie es que la historia de Nadia y Alan no es, en realidad, romántica –a pesar de que ambos compartan una noche de sexo especialmente desastrosa–, sino que representa un tipo de conexión más esencial y más profunda: la de los seres heridos que se reconocen mutuamente y que, de forma instintiva, se solidarizan con el dolor ajeno, al ser mucho más conscientes que los demás de las carencias emocionales que llevan a refugiarse en el consuelo de la adicción.

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