Ready Player One

No soy demasiado fan del libro de Ernest Cline en el que se basa Ready Player One, así que me ha parecido especialmente interesante que, en su adaptación cinematográfica, Steven Spielberg haya logrado, con notable finura y sutilidad, darle la vuelta como un calcetín al espíritu original de la propuesta. Esto es, si la novela era una glorificación casi enfermiza de la nostalgia de los 80, volcada en una especie de versión de Matrix sin conflictos existenciales ni religiosos detrás, en cambio lo que el director ha llevado a la pantalla es una reivindicación desesperada de lo real, de lo tangible, por encima de lo virtual, ofreciéndonos desde la ficción un reflejo de nuestra sociedad menos disimulado de lo que pueda aparentar, pues ¿qué diferencia hay entre aislarse del mundo observando la pantalla de nuestro móvil y hacerlo, como en el filme, sumergiéndonos en un mundo digital inexistente?

Resulta fundamental, en ese sentido, que Spielberg haya decidido convertir a James Halliday (Mark Rylance) en una especie de avatar de sí mismo, y no solamente porque se identifique con lo demiúrgico de su figura, sino porque, como él, es consciente de hasta qué punto ha sido responsable de condicionar la cultura popular de su tiempo, para bien y para mal. Es ahora, como autor maduro, habiéndose hecho mucho más consciente del peso de su figura como cineasta, cuando, exactamente igual que el personaje de Rylance, ha encontrado la oportunidad de entonar un cierto mea culpa frente a su público más fiel –representado sobre todo por Wade Watts (Tye Sheridan), ese sosias de Peter Parker sin poderes arácnicos de por medio–, planteando, a través de un relato aparentemente inocuo, la (urgente) necesidad de dejar de desconectar de la realidad que nos rodea a través de la ficción, sobre todo la nostálgica. No hay manera de cambiar las decisiones que no tomamos, ni los caminos que no quisimos recorrer, nos dice Spielberg/Halliday: vivir en un simulacro perpetuo sólo sirve para darle la espalda a los problemas, no los borra.

De ahí que esta adaptación cinematográfica de Ready Player One subraya mucho más que el original los paralelismos entre IOI, la empresa dirigida por el antagonista de la función, Nolan Sorrento (Ben Mendelsohn), y la voracidad (ultra)capitalista del mundo empresarial contemporáneo –y esa necesidad de responder frente a sus accionistas que Spielberg, fundador de DreamWorks, debe conocer muy bien–, pues quiere enfrentarnos a un reflejo desasogante, no tan lejano de las distopías tecnológicas de Black Mirror, de nuestra propia realidad. No es baladí que, a lo largo del metraje, se filtren ideas como la de ofrecer distintos tipos de acceso a OASIS dependiendo de una cuota mensual, o la de vender el espacio de visualización de los cascos de realidad virtual para publicidad intrusiva: se trata de conceptos directamente sacados de algunas de las formas de monetización más extendidas dentro de los sectores de la tecnología y de los videojuegos.

A ese respecto, no deja de ser paradójico que haya tenido que ser un director de la veteranía de Spielberg quien haya creado, con Ready Player One, el que seguramente sea uno de los acercamientos más estimulantes que ha dado el medio cinematográfico a la narrativa de los videojuegos –compararlo con la reciente Tomb Raider debería sacar los colores a los responsables de ésta–. Y es que, al haber desbrozado el original de Cline de todo el lastre que arrastraba de guiños y referencias oscuras, lo que ha quedado es, básicamente, una especie de gran aventura gráfica repleta de puzzles, de set pieces espectaculares, y de guiños culturales, es justo señalarlo, mucho menos subrayados y no tan molestos como en el original: incluso cuando la trama integra la narrativa de otra película, más concretamente El resplandor, lo hace con respeto y un evidente regocijo cinéfilo.

Y es que, más allá de lo que haya querido transmitir entre líneas sobre la sociedad contemporánea, Ready Player One nos devuelve al Spielberg más juguetón y más palomitero, que no solo sigue exhibiendo un dominio enviable del ritmo de las secuencias de acción, sino, sobre todo, un sentido de la aventura absolutamente intransferible. Hay muy pocos directores, a día de hoy, capaces de sostener ese circo de tres pistas que es el clímax de la historia, largo, complejo y construido a partir de varias narraciones simultáneas –pues allí converge lo que sucede tanto en OASIS como en la vida real–, sin que llegue desfallecer en ningún momento ni pierda jamás la atención ni el interés del público. Es precisamente ese dinamismo, y el entusiasmo que transmite cada una de sus imágenes, lo que le permite eludir los baches de interés de un trazado dramático que, a la hora de la verdad, no logra trascender más allá de la pura anécdota.

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