Las biografías oficiales (y las no oficiales) de los Hermanos Marx se han encargado de grabar a fuego la archiconocida leyenda de que, en el plató de sus largometrajes, eran auténticas fuerzas de la naturaleza: incontrolables, anárquicos, abrumadores, torrenciales… No es de extrañar, ya que, al fin y al cabo, ahí residía su gancho como actores cómicos, en su frescura, su descaro, su querencia por derribar tópicos y por subvertir términos, por provocar y por descolocar. Y si hay un largometraje que ha cimentado dicha fama es, sin lugar a dudas, Sopa de ganso (Duck Soup, 1933), considerada por sus admiradores como su vehículo cinematográfico más libre, más caótico y, al mismo tiempo, más desprejuiciado, seguramente por contraste respecto a su siguiente largometraje, y primera colaboración con Irving Thalberg: la mucho más pautada, y mucho más formulaica –pero no por ello más despreciable–, Una noche en la ópera (A Night at the Opera,; Sam Wood, 1935).
La cuestión es que, como el mago, al cómico, en general, no le gusta revelar sus trucos. Y la realidad es que, en el humor cinematográfico, no existen ni el caos ni el descontrol absolutos. La improvisación no proviene de la anarquía, sino de la planificación previa, de una cierta preparación –y, a la hora de la verdad, no todo lo que genera acaba siendo útil: es un método de ensayo y error cuyos resultados se pulen durante la fase de montaje–, y también detrás de los gags de los Marx hay mucha más reflexión y más ensayos previos de los que, a primer golpe de vista, pueda parecer. El timing cómico es una herramienta muy delicada, que unos pocos tienen por talento innato pero que, en una escena conjunta, requiere de una coordinación casi perfecta en cuanto a frases, movimientos y reacciones de todos los que participan en ella: es prácticamente imposible lograr la precisión casi geométrica de los enfrentamientos de Chico y Harpo contra el vendedor de limonadas (interpretado por un espléndido actor secundario cómico, Edgar Kennedy) sin haberla trazado por anticipado. Es el talento del humorista, su capacidad para desprender energía en sus acciones, lo que tiene que convencer al espectador de que lo que está viendo en pantalla es improvisado.

En el caso de Sopa de ganso, además, esa impresión está apoyada en el trabajo de dirección de un especialista en el género como Leo McCarey, que, al haberse fogueado en la época de los cortometrajes cómicos mudos de dos rollos –es decir, sobre los veinte minutos de duración, lo que hoy en día viene a ser la duración estándar de una sitcom televisiva–, tenía una idea muy precisa del ritmo que requería el producto. Para lograr los ajustadísimos 68 minutos de duración de la película –¡incluyendo dos números musicales completos!–, era imprescindible destilar la narración hasta su estado más puro y más concentrado, eludiendo incisos dramáticos y sobreexplicaciones argumentales para darle el protagonismo absoluto a los gags. Algo que no se logra solamente durante la fase de montaje, sino que hay que trabajar previamente en el plató, ajustando la velocidad y la precisión de los actores a la hora de ejecutar sus rutinas, hasta lograr el efecto buscado sobre la pantalla.
Lo que nos devuelve al mismo punto: el humor como mecanismo de precisión. McCarey dominaba lo suficiente los mecanismos del género como para rodar de forma distinta a los tres hermanos Marx, lo que, de la misma manera, también les exigía un control particular, diferenciado, de su propio timing. O lo que es lo mismo, el director rodaba a Groucho con largos planos sobre trípode –como mucho, empleando algún leve travelling para reencuadrar la escena–, dándole cancha para su dominio del diálogo solapado y basado en la interacción directa con sus partenaires; en cambio a Chico y a Harpo, protagonistas de la mayor parte de las secuencias de humor físico del filme, les obligaba a fragmentar mucho más su interpretación, cambiando a menudo de encuadre para darle mayor ritmo a sus acciones. Alteraciones del encuadre que, en la época, obligaban a que se moviera todo el equipo y la iluminación –por entonces ni siquiera se planteaba la posibilidad de usar más de una cámara por rodaje–, así que era casi imprescindible que los gags estuvieran previamente planificados y ensayados para no generar problemas de raccord. No hay que olvidar que, a partir de Una noche en la ópera, los Marx empezaron a llevar sus guiones de gira, ensayándolos en los circuitos teatrales de Estados Unidos antes de representarlos delante de las cámaras: eso demuestra hasta qué punto, por más que vendieran esa imagen de rebeldía y de anarquía que ha perdurado más allá de sus respectivas existencias –lo que les ha convertido en símbolos culturales que han ido perpetuando figuras como, sin ir más lejos, Woody Allen–, eran plenamente conscientes de la necesidad de depurar sus rutinas cómicas antes de representarlas frente a la pantalla.