Star Wars: Los últimos jedi

Lo que resultaba más frustrante de Star Wars: El despertar de la Fuerza era que planteaba ideas interesantes que, a la hora de la verdad, no iban más allá del mero apunte, como la revisión de la primera trilogía desde una perspectiva puramente mitológica –y la sombra que eso proyectaba sobre sus personajes más jóvenes– o la imposibilidad de repetir un relato tan cargado de inocencia como aquél… Conceptos que Rian Johnson retoma y potencia, con mayor intención y mucho más tino, en Star Wars: Los últimos jedi, que desde sus primeras secuencias se atreve a cuestionar la parálisis nostálgica de la serie, dándole la espalda a las expectativas de los fans para, después, y a partir de esa negación, redimensionar la importancia de la figura que brilla por encima de todas dentro de la trama: Luke Skywalker.

Y no tanto por su gesta climática –que, justo es decirlo, es un sentidísimo homenaje a un mito del cine moderno, y contiene un precioso guiño a La guerra de las galaxias– como por lo esencial que resulta para la propia película que refute su propia importancia, y la de los jedi, en el destino del universo. Habla el granjero pobre de Tatooine, y no el heredero de las enseñanzas de Obi-Wan Kenobi y Yoda, cuando afirma que el control de la Fuerza no debería ser algo exclusivo ni regulado: subyace en su discurso una sacudida de los cimientos de la franquicia de fuerte carga política –y que, en su cuestionamiento de la religión jedi, engarza con las dudas que planteaba George Lucas en la segunda trilogía–, y que se corresponde con el papel fundamental que juegan, dentro del trazado argumental, los personajes (en teoría) secundarios, presentados en esta entrega.

De ahí que, trama principal aparte –en la que vuelven a tener un rol fundamental las relaciones paternofiliales de Kylo Ren (Adam Driver)–, quienes muevan la acción dentro de Los últimos jedi no sean ni Finn (John Boyega) ni Poe Dameron (Oscar Isaac), sino aquellos que les acompañan, respectivamente Rose Tico (Kelly Marie Tran) y Amily Holdo (Laura Dern), lo que no solamente amplía, en el mejor de los sentidos, el universo de Star Wars, sino que además le sirve a Johnson para hacer evolucionar a unos personajes que, la verdad, corrían el peligro de estancarse en los prototipos planteados por Abrams y Lawrence Kasdan. No solo eso, sino que a través de la subtrama del casino de Canto Bight, y la aparición del hacker que interpreta Benicio del Toro –casi un reflejo contemporáneo, y por eso mismo mucho más cínico y desagradable, de Lando Calrissian–, Johnson pone sobre la mesa una moralidad mucho más grisácea, más inquietante, que la de la trilogía original: a día de hoy ya no se pueden repetir un planteamiento tan maniqueo por la sencilla razón de que tenemos una visión más cínica de nuestra propia sociedad.

Por eso tiene tanta importancia el paso adelante que da Luke para defender a la esquilmada Resistencia –otro de los puntos a favor del largometraje: que, un poco como Rogue One: Una historia de Star Wars, plantea una estructura de película bélica, en este caso con huida a la desesperada, inspirada en el Sahara de Zoltan Korda–. Él representa una visión del mundo más ingenua, más optimista, y con su gesto final proyecta un rayo de esperanza a la hora de enfrentarse a la amenaza que supone la Primera Orden. Lo que deriva en ese bellísimo epílogo, que (re)utiliza el “Force Theme” de La guerra de la galaxias –y que tanto identificamos ya con el personaje de Mark Hamill– para darnos a entender su transformación definiva en leyenda, y fuente de inspiración para todos aquellos, como él mismo en su inicios, con sed de aventuras.

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