¿Cómo adaptar una obra maestra a un medio distinto? ¿De qué manera conservar esa esencia que la ha hecho perdurar en el tiempo? No son pocos los que han intentado captar, al menos, una parte de la grandeza de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha de Cervantes, y los resultados suelen ser una simplificación –cuando no una reinterpretación romántica– de las virtudes del original.
Quizás por ello las mejores aproximaciones a la obra magna de Cervantes han sido aquéllas que, siendo conscientes de su estatura literaria, han optado por no adaptarla, sino intentar aproximarse, de alguna manera, a su espíritu, a su esencia. Ése es el ejercicio que llevó a cabo Miguel Faus en The Death of Don Quixote, proyecto surgido a su paso por la London Film of School en el que, con un planteamiento (relativamente) minimalista, se aproxima a la mitología de la figura literaria desde la perspectiva del malditismo de algunas de sus adaptaciones, sobre todo las de Orson Welles y Terry Gilliam.
El carácter metanarrativo del cortometraje le permite a Faus aproximarse a la obra de Cervantes desde perspectivas divergentes que enriquecen el relato a medida que se entrecruzan y se complementan. Así, de la misma manera que la propia filmación de la muerte de Alonso Quijano –en realidad, resumen nostálgico de la original– transcurre en paralelo a las últimas horas del actor que lo interpreta, Patrick Quincey (John O’Toole), la obsesión del joven director del proyecto, Alphonse (Jamie Paul), con lograr esa última escena a toda costa, entra directamente en el terreno del quijotismo. Al fin y al cabo, ambos desean trascender, llegar más allá en sus respectivas carreras, a través del impulso de la obra de Cervantes –Quincey quiere hacer olvidar una carrera basa en el western, mientras Alphonse simplemente intenta hacerse un hueco en la industria–, y van intercambiándose, sin ser conscientes de ello, las identidades de Quijote y Sancho a lo largo de una historia que desemboca en un clímax tan hermoso como devastador: el uso del silencio transmite lo necesario sin cargar las tintas.
Uno de los aspectos más interesantes de The Death of Don Quixote es el jugueteo constante de la fotografía de Sarath Menon, del muy cinematográfico contraste de la película dentro de la película, al aprovechamiento expresivo tanto de las sombras como de los reflejos –cfr. el plano del espejo que recoge a Quincey y Alphonse, y que sella el destino del primero porque éste recoge el testigo de su joven director, de alguna manera acepta su locura– para transmitir esa tensión constante que se produce entre dos personas en estadios muy distintos no sólo de sus respectivas filmografías, sino sobre todo de sus trayectorias vitales.
Pocas maneras tan hermosas de reflejar todo el dolor y el sacrificio que hay detrás de cada obra cinematográfica como esa secuencia final, con Alphonse asistiendo, con los ojos llenos de arrepentimiento, a lo que puede ser su obra maestra, pero es, al mismo tiempo, un recordatorio constante de una decisión egoísta e irracional. ¿Y qué autor genial no lo ha sido, en algún momento u otro?