Es bien conocida la anécdota del rodaje de Tiburón (Jaws, 1975) según la cual, debido a la insistencia de Steven Spielberg respecto a rodar las secuencias acuáticas en mar abierto –exponiendo a todo el equipo de rodaje a los elementos, tanto la parte humana como la mecánica–, las diversas marionetas neumáticas que debían representar al escualo empezaron a fallar debido a la corrosión y a la sal que se introducía en sus junturas. Lo que obligó al director y a sus colaboradores más cercanos a reconcebir su concepto visual del proyecto inspirándose en las películas de serie B de su infancia para prescindir al máximo del uso de efectos mecánicos y sugerir, en varios de los momentos decisivos de la trama, la presencia del tiburón blanco a través del off visual.
Así se escribe, a veces, la historia del cine: a través de la casualidad, de la improvisación obligada por las circunstancias. Spielberg, cuya carrera cinematográfica apenas estaba en sus primeros compases, había firmado unos años antes un largometraje de terror (para televisión) tan sutil y elusivo como El diablo sobre ruedas (Duel, 1971), así que, para evitar el encasillamiento dentro del género, quiso convertir Tiburón en una monster movie espectacular con monstruo gigante. Los problemas técnicos, sin embargo, le obligaron, a su pesar, a recuperar algunas de las técnicas narrativas que había aplicado en su adaptación del relato homónimo de Richard Matheson. No es casual, sin ir más lejos, que ambas ficciones proyecten sus títulos de crédito sobre sendos planos subjetivos: uno, desde el frontal del coche del protagonista; el otro, (supuestamente) desde el punto de vista del escualo. Porque las dos presentan, desde la primera secuencia, una amenaza abstracta que violenta la cotidianidad de esos encuadres iniciales, y que va adquiriendo tintes mitológicos, casi sobrenaturales –y obliga a los protagonistas a perder su condición urbanita y dejarse llevar por el más primitivo instinto de supervivencia–, precisamente porque Spielberg nos coarta la posibilidad de verla de forma clara.

Decía el propio director que quería que Tiburón fuera una película de Ray Harryhausen y que acabó siendo una de Alfred Hitchcock. Y lo cierto es que, en esa reconcepción, la convirtió en una revisión desde la sociedad estadounidense de finales de los 70 de Los pájaros (The Birds, 1963), en la que el enfrentamiento con la naturaleza desatada se hace mucho más bronco, más directo, con unos protagonistas sin el glamur de Rod Taylor y Tippi Hedren. Como ocurre con los alados antagonistas de la película del director británico, Spielberg convierte cada aparición de su tiburón blanco en un crescendo dramático imparable, sostenido sobre la enervante (en el mejor de los sentidos) banda sonora de John Williams, que coloca al espectador al borde del asiento antes de haber mostrado el más mínimo rastro de violencia… Que la hay, incluso con algún que otro detalle gore, pero muy, muy bien medido. El director fragmenta cada secuencia clave al ritmo de la música –no es casual que, en el momento de los niños bromistas con la aleta de cartón, no haya rastro de la composición de Williams: así el espectador intuye instintivamente que no hay peligro real–, creando un tempo a través de la duración de los planos que se acelera de forma exponencial hasta el estallido final, sea de violencia o no. Una construcción narrativa pensada para inflamar la consciencia de vulnerabilidad del espectador, que se reconoce en las víctimas del escualo, de la misma manera que el asesinato en la ducha del personaje de Janet Leigh en Psicosis (Psycho, 1960) aludía también al desamparo de la desnudez humana.
La cuestión es que, aunque fuera obligado por las circunstancias de producción, Spielberg popularizó una concepción de las monster movies que acabó creando escuela entre los directores nacidos a lo largo de los 70 porque, en realidad, genera una tensión dramática mucho mayor. Que películas modernas de género como Monstruoso (Cloverfield, Matt Reeves, 2008) o Godzilla (id., Gareth Edwards, 2014) omitan la aparición de sus engendros gigantes prácticamente hasta sus respectivos momentos climáticos, centrándose en la destrucción que provocan a su alrededor de forma similar a la utilizada en Tiburón, no solamente por el simple hecho de imitar referencias cinematográficas generacionales: detrás de esa elección existe la conciencia de que, como demostró la adaptación de la novela original de Peter Benchley, a veces reducir la carga de efectos permite enfatizar la parte humana de la trama sin perder, a la hora de la verdad, intensidad y tensión. Lo cual, en un momento en el que el desarrollo de los efectos CGI permite reproducir frente a la pantalla prácticamente lo que uno desee –eso sí, a cambio de un precio más o menos elevado–, es casi un ejercicio de romanticismo, pero sobre todo de fe en la inteligencia y la capacidad imaginativa del espectador medio.