Reflexionando a posteriori sobre Logan, me llamó la atención hasta qué punto, a la hora de llevarse el cómic original –El viejo Logan, obra de Mark Millar y Steve McNiven, y del que apenas toma el punto de partida– a su propio terreno, James Mangold y Hugh Jackman acabaron realizando casi una revisión (más) crepuscular de la parábola sobre la aceptación de la paternidad que era la anterior Acero puro.
En ambas ficciones, Jackman interpreta a hombres que se han acostumbrado a vivir en soledad, sin dependencias ni lazos emocionales, y que de pronto, de forma súbita –en los dos casos, a raíz de la muerte de la figura materna, o al menos de quien ejerce como tal–, se ven obligados a asimilar la existencia de un vástago… Aunque sea en forma de clon. Lo que les obliga, muy a su pesar, a resituarse, a asomarse fuera de ese rincón vital en el que se habían atrincherado, y a darse cuenta de que necesitan crecer, y evolucionar como seres humanos, para estar a la altura de la mirada hambrienta de cariño y de empatía de los dos niños, por un lado Max (Dakota Goyo), y por el otro Laura (Dafne Keen).
Mientras tanto, ambos intentan compensar la distancia que sienten respecto a sus progenitores con figuras de reemplazo –el robot Atom en el primer caso, y Charles Xavier (Patrick Stewart) en el segundo– que, en realidad, y de forma inconsciente, asumen como proyecciones del propio Jackman. Lo que ayuda a los personajes que éste asume, Charlie Kenton y Logan, a empatizar con el reflejo de sí mismos que ven en sus respectivos hijos, y a ir desarrollando, pese a sus reticencias y a sus negativas, una dependencia que les impulsa a salir de su zona de confort emocional.
Esa asimilación de ese nuevo papel, y de la evolución que supone respecto a su relación con el mundo, les hace desbloquear su obsesivo vínculo con el pasado –de formas muy distintas, en el caso de Logan mucho más autodestructiva, ambos están encerrados en la nostalgia por el tipo de figura pública que fueron– y entender que, si quieren hacerse realmente conscientes de su posición como padres, deben reajustarse a su contexto, reubicarse dentro de esa realidad.
Desde esa perspectiva, Acero puro y Logan no solamente son ficciones catárquicas para sus antiheroicos protagonistas, destinados a reverdecer, aunque sea de forma breve, los laureles de su mejor época –uno, como boxeador; el otro, como superhéroe–. Son, sobre todo, sendas de maduración para unos hombres que se hacen conscientes de que, mal que les pese, su juventud –y todo lo que ello conlleva– ha quedado atrás, y han de asumir la necesidad de dar un paso atrás y convertirse en guías o, al menos, ejemplos a seguir para sus hijos.
La muy distinta vocación de cada una de las películas hace que cada uno de los momentos de (re)conciliación tenga su propio tono: mucho más melodramático y lacrimógeno en el caso de Acero puro –lo acabaría a la torpeza de Shawn Levy, pero más bien tiene que ver con la herencia de Rocky–, y más pausado y más modesto en el de Logan.