Puede dar la sensación de que el título de la nueva producción de Pixar llama a engaño, puesto que así se llama la bisabuela del protagonista, Miguel, un personaje, en apariencia, secundario para la acción… Pero la realidad es que la elección de Lee Unkrich y Adrian Molina no es casual, pues aunque la historia nos coloca en el punto de vista del niño para que descubramos a su mismo ritmo la Tierra de los Muertos –es decir, la versión del Más Allá que describe el largometraje–, en realidad el eje dramático de la misma está situado en la relación Héctor/Coco.
Es decir, en realidad lo que nos está narrando el filme, aunque sea en segundo plano, son los esfuerzos desesperados de un padre por volver a ver, aunque sea brevemente, a una hija de cuya vida, por circunstancias que él mismo no se explica –y que descubrirá, junto al espectador, en el clímax de la historia–, desapareció de forma súbita… Y, de alguna manera, reconciliarse con lo ocurrido, compensar todos los años perdidos y aliviar el dolor causado. Un arco dramático que queda muy bien definido en la melodía que el matrimonio Kristen Anderson-Lopez/Robert Lopez ha compuesto para el largometraje, Recuérdame –que se repite durante el metraje, y en dos ocasiones con una emotividad realmente prodigiosa–.
Porque, pese a su tono vital, optimista, Coco habla de herencias vitales, de heridas primarias y de elecciones cuestionadas. Hasta el punto de que el viaje a la Tierra de los Muertos no sirve para que Miguel se reconcilie con su familia, sino que, más bien, lo que provoca es que sea ésta la que se enfrente a su propia cerrazón, a esa negatividad heredada que tan bien se resume en el arranque del metraje: la reivindicación que hace el niño de su pasión por la música, de ese talento en bruto que le ha permitido aprender a tocar la guitarra viendo películas de Ernesto de la Cruz, funciona como terapia de regresión para su tatarabuela Imelda, que reencuentra, de alguna manera, sus ilusiones perdidas.
El trayecto de Miguel no es solamente, pues, uno de autodescubrimiento, sino también de reivindicación de su propio carácter, de su idiosincrasia, frente al carácter represivo de una familia marcada por las expectativas profesionales de un negocio heredado –en este caso, la zapatería–. De forma, si queréis, exagerada, pero Unkrich y Molina no dejan de reflejar aquello que los padres hacemos, a veces, de forma (casi) inconsciente: proyectar nuestras propias expectativas, nuestros sueños, en nuestros hijos –sea jugar a fútbol o convertirlos en aficionados al cine–, en lugar de escuchar sus inquietudes personales sin que nosotros las mediaticemos.
De hecho, si Coco habla de la memoria familiar, y de la importancia de su conservación, es porque, siendo conscientes de nuestra herencia, somos también más capaces –como le acaba ocurriendo a Miguel– de entendernos a nosotros mismos y de reconciliarnos con quién somos y por qué somos.