Patrick Melrose

No esperaba, la verdad, encontrarme con una de las expresiones más puras de terror de lo que llevamos de año en una miniserie, en principio, puramente dramática como Patrick Melrose. No creo que pueda calificarse de otra manera la forma en la que sus responsables dibujan a un personaje tan terrible, tan sádico, como el de David Melrose (Hugo Weaving), porque además –y ahí reside uno de los elementos más interesantes de la propia narrativa– nos llega filtrado a través de todo el rencor y el dolor acumulado por su hijo Patrick (Benedict Cumberbatch). Que no haya en él apenas rasgos humanos, ni atisbo de redención, responde a que, salvo la imagen de su cadáver, nos llega siempre a través de la mirada subjetiva –y los recuerdos, no siempre fiables– del que fuera un niño abusado sexualmente por su propio progenitor.

Más allá de las terribles secuencias en las que se insinúan (jamás se muestran) esos abusos, una de las escenas más insoportablemente incómodas del segundo capítulo de Patrick Melrose –que ya es, de por sí, una auténtica tortura moral– es aquélla en la cual el ama de llaves de los Melrose, Yvette (Chantal Neuwirth), empieza a temblar con una bandeja llena de platos en la mano desde el momento en el que David, tras hacerle detenerse, la observa con una sonrisa maliciosa. Pocas veces he visto tan bien representada –y tan bien interpretada por Weaving, un actor prodigioso que saca auténtico oro de cada una de sus apariciones en pantalla– la necesidad de sentirse poderoso, de elevarse por encima de los que le rodean, por parte de un sociópata de comportamiento sádico y desequilibrado.

Y es que la miniserie gira, igual que las novelas de Edward St. Aubyn en las que se basa –y en las que el autor ficcionalizaba sus propias y traumáticas experiencias personales–, alrededor del (larguísimo) proceso de superación de la herida primaria que provoca en Patrick el hecho de haber sido criado por un retorcido manipulador que, además de los mencionados abusos, presiona de forma constante a la madre del niño, Eleanor (Jennifer Jason Leigh), para que no le consuele ni le apoye en ningún momento… Negándole cualquier atisbo de apego para, repitiendo lo que imaginamos que fue su propia (y malsana) educación, endurecerlo, cuando en realidad lo que hace es quebrarle todavía más, si eso era posible, hasta convertirlo en una persona incapaz de establecer una relación sentimental sana por pura desconfianza instintiva.

Como padre de un niño de edad muy similar a Patrick cuando empieza a sufrir abusos, lo cierto es que es difícil ver la miniserie y no sentirse revuelto. Desasosegado. Lo que explican el director Edward Berger y el guionista David Nicholls, por más que esté tamizado a través del humor de St. Aubyn, resulta especialmente duro cuando intentas, precisamente, criar a tu hijo con apego –y digo bien con lo de intentas, porque no siempre es capaz uno de imponerse a su propia herida primaria–, y eres consciente de lo que provoca en un pequeño esa abismal sensación de abandono, de incomprensión por parte de aquellos que, en teoría, deberían ser su principal ayuda en la vida.

Precisamente, en el tercer episodio Berger y Nicholls establecen paralelismos entra la ausencia materna que sufre Belinda (Lila Prideaux), la hija de la aristócrata Bridget Watson Scott (Holliday Grainger), y la indiferencia que sufrió el propio Patrick, que se identifica con –y se compadece de– la pequeña y acaba teniendo, quizá por los recuerdos que le despierta, un momento de confesión catárquico con su amigo Johnny (Prasanna Puwanarajah). Pero además, la narración plantea una resolución interesante al conflicto de Belinda: cuando su madre, dolida por la infidelidad –y los planes para divorciarse de ella– de su marido Sonny Gravesend (Tim McMullan), decide abandonarle y volver a la vida más sencilla que tuvo en su juventud, se intuye que también reestablecerá –o intentará reestablecer– la conexión emocional perdida con su hija. El distanciamiento instrumental respecto a tu propia progenie, nos dice Patrick Melrose, como elemento clasista.

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