¡Qué bello es vivir!

(Originalmente publicado en #Siloshombreshablasen)

Hay largometrajes que, igual que ocurre con otro tipo de obras de arte, crecen con el tiempo. A medida que maduramos, que nuestra visión sobre la vida se enriquece, se despliegan frente a nosotros, con detalles y complejidades que antes no habíamos sabido ver.

Siempre he afirmado que a John Ford no se le puede entender con veinte años. Y si lo sé, es porque con veinte años yo tampoco lo entendía. Pasó tiempo hasta que realmente empecé a captar su universo personal, a conectar, por fin, con lo que me estaba contando.

Algo parecido ocurre con ¡Qué bello es vivir!, que siempre nos han vendido como la película navideña por excelencia (gracias, sobre todo, a que durante años estuvo libre de derechos, y podía emitirse sin pagar un céntimo), como una especie de cándida celebración de los valores familiares por parte de su director, Frank Capra… Cuando, en realidad, es la historia de un hombre frustrado por sus elecciones vitales.

Prácticamente desde el principio del filme, George Bailey (James Stewart) se ve obligado a renunciar a todas sus aspiraciones, a todos sus sueños, a cambio de poder ayudar a los que le rodean. Una generosidad que, como nos muestra Capra a través de la matizada interpretación de Stewart, en realidad le está comiendo por dentro: no hay más que ver su mirada melancólica, llena de tristeza, cada vez que se ve obligado a asumir una nueva renuncia.

No hay que leer, pues, su intención de suicidarse simplemente como un gesto de desesperación por el error que ha llevado a la bancarrota a su empresa familiar. Se trata de algo más. Es la consecuencia de años y años de resignación, de volcarse en los demás, olvidándose de sí mismo, sin ser realmente consciente de por qué lo hacía.

En ese sentido, resulta fundamental la secuencia en que, tras enterarse de la equivocación que ha cometido su tío Billy (Thomas Mitchell), George vuelve a su casa y empieza a reaccionar de forma airada frente a su mujer Mary (Donna Reed) y a sus hijos. Por mucho que a mí, como espectador, me soliviante, al mismo tiempo también entiendo ese dolor, esa frustración. Así como la tentación de dejarse arrastrar por todo ello frente a los que más amamos.

Así pues, que el ángel Clarence (Henry Travers) le envíe a ese presente alternativo en el que jamás llegó a nacer (rodado por Capra, no casualmente, como una película de terror) no es solamente una manera de evitar su suicidio. Es un giro moral (que no moralista), inspirado en el Cuento de Navidad de Charles Dickens, que permite a George, por fin, verse a sí mismo en perspectiva, darse cuenta, con absoluta claridad, de quién es y de lo que ha conseguido. Y aceptarse, por fin, a sí mismo.

La paternidad se basa, como la propia existencia de George Bailey, en la renuncia, en pensar el otro antes que en nosotros mismos. Y la recompensa a todo ello es puramente emocional. Desprendida. No plantamos para recibir frutos, sino para tener el placer de observar cómo el árbol crece frente a nuestros ojos.

Vista desde nuestro presente, ¡Qué bello es vivir! resulta casi subversiva.

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