Steve Jobs

La intención de la impecable estructura en tres actos que Aaron Sorkin concibió para el guión de Steve Jobs es la de generar esa sensación circular, casi reiterativa –de ahí que la acción gire siempre en torno a los mismos personajes, como fantasmas condenados a repetir siempre las mismas acciones–, que impregna un largometraje que dibuja una imagen poco o nada halagüeña de su protagonista. Alguien prácticamente imposible de redimir en su egoísmo, que casi roza lo sociopático.

Salvo por su relación con su hija Lisa (Makenzie Moss, Ripley Sobo y Perla Haney-Jardine).

Ahí es donde ese bucle narrativo se rompe, y las barreras emocionales de Jobs (Michael Fassbender) se desmoronan, hasta el punto de llegar a afectar, y a implicar de forma directa, al resto de figuras que pululan a su alrededor.

Sorkin define al (co)fundador de Apple como alguien incapaz de conectar con los demás si no es vehiculando sus sentimientos a través de su trabajo. No es casual, pues, que su actitud hacia Lisa cambie desde el momento en que ésta hace un pequeño dibujo en una versión temprana del programa MacPaint: sin ser consciente de ello, la niña habla, por primera vez, el mismo lenguaje que su progenitor.

Una parte fundamental de la relación padre/hijo está, precisamente, en el reflejo de nuestra idiosincrasia que reconocemos en ellos. Es decir, en darnos cuenta de que, para bien y para mal, han heredado una parte de quienes somos.

Y para alguien que, como señala John Sculley (Jeff Daniels), está profundamente marcado por el hecho de haber sido dado en adopción –y la sensación de abandono provocada por ello–, verse a sí mismo reproducido en una niña cuya paternidad ha negado de forma tajante resulta, como mínimo, impactante.

Desde ese momento, la lucha interna de Jobs, más allá de las derivas empresariales y tecnológicas con las que pretende revolucionar la industria, es la de evitar convertirse en el mismo tipo de figura ausente que sufrió él. Pero apenas es capaz de lograrlo. Al menos, hasta el clímax del largometraje.

Allí, por primera vez en todo el relato, Jobs pone por delante su necesidad de hablar con Lisa a la presentación de Apple que está a punto de empezar. Y también por primera vez, la acción sale del interior de un edificio de convenciones, y es el sol, y no la luz artificial, lo que ilumina a los personajes.

Ése es el momento de redención, de autodescubrimiento de Jobs, porque, por primera vez en toda la película, decide crear una pieza de tecnología, el iPod, como regalo para su hija. Un cambio de actitud empresarial que refleja también la evolución interior de un ser humano que ha logrado, por fin, utilizar el amor que siente –y que tanto le ha costado reconocer– para reinventarse, para mejorar… Aunque sea solamente, claro está, en la ficción creada por Sorkin y Boyle.

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