Permitidme, en esta ocasión, que no me centre en la estructura genérica y la miríada de referencias sobre las que los hermanos Matt y Ross Duffer han edificado Stranger Things 2 para centrarme en uno de los aspectos que más interesantes me han parecido de esta segunda temporada: el acento puesto –dentro de la irregularidad de un producto que, a partir de determinado momento, descuida sobremanera el dibujo de sus propios personajes– sobre las relaciones paternofiliales y cómo definen, y en algunos casos moldean, a sus protagonistas.
Una de las anclas dramáticas de la temporada, pese a que, a primera vista, no llama tanto la atención como la amenaza del Azotamentes, es la tensión que se establece entre el sheriff Jim Hopper (David Harbour) y el nuevo novio de Joyce Byers (Winona Ryder), Bob Newby (Sean Astin). Lo que, superficialmente, puede leerse como un triángulo amoroso más o menos convencional, pero que, rascando un poco, revela un tema mucho más interesante: hasta qué punto los dos representan ideas de la paternidad alejadas que, a lo largo de la trama, irán convergiendo hasta el sacrificio climático del empleado de RadioShack.
Ambos intentan, de forma paralela, llenar el hueco afectivo que arrastran dos niños con figuras paternales ausentes y, además, de carácter negativo, como es el caso de Ce/Jane (Millie Bobby Brown) y Will (Noah Schnapp). Pero si Hopper lo hace a través de una sobreprotección un tanto patológica, que esconde un miedo bastante descontrolado a la pérdida –hay que recordar que el personaje perdió a su hija Sara debido a un cáncer– y a la soledad, en cambio Bob se esfuerza, a diferencia de la mayor parte de los que rodean a Will, en normalizar su relación, hablándole a su mismo nivel. De ahí que, si este último acaba apreciando que el novio de su madre le trate con normalidad, sin urgencia –algo que expresaba en voz alta que necesitaba después de los hechos de la primera temporada–, en cambio Ce acaba rebelándose y huyendo, agobiada porque, sin darse cuenta, el sheriff está proyectando sobre ella todos sus temores y sus inseguridades.
Así, a lo largo de la temporada, tanto Hopper como Bob van protagonizando un arco dramático simultáneo que, pese a sus tensiones iniciales, les aproxima. De la misma manera que el segundo emprende un camino heroico que le lleva a convertirse en una pieza clave para la derrota del Azotamentes, el primero se da cuenta, en gran parte por el reflejo especular que supone Bob, de la necesidad de dejar caer sus barreras psicológicas y de aceptar a Ce –y a la excepcionalidad que la caracteriza– tal y como es, sin condicionantes ni cortapisas. Lo que, después de todo, no deja de ser una extensión del camino de redención que atravesaba durante la primera tanda de capítulos de Stranger Things: la paternidad –aunque sea, como en este caso, casi accidental– le lleva, como a muchos que hemos vivido la experiencia, a mejorar, a reevaluarnos y a recolocarnos.
Lástima, como señalaba al principio, que a los Duffer se les escape el control de la temporada –y, sobre todo, los matices de sus protagonistas– desde el momento en que entra en juego su vertiente más genérica: habría sido estimulante que siguieran explorando, en lugar de concluirla a brochazos, la relación padre/hija establecida entre Hopper y Ce.