Lo que hace que Un lugar tranquilo funcione así de bien, que nos mantenga tan en tensión a lo largo de todo el metraje, es el cuidado con el que su director, John Krasinski, establece, prácticamente desde la primera secuencia, las relaciones familiares entre sus personajes. La delicadeza con la que utiliza las miradas y los pequeños gestos que cruzan los actores –hay que recordar que, debido a una agresiva raza de extraterrestres hipersensible al sonido, no pueden hablar más que mediante lenguaje de signos– nos transmite una cotidianidad, una familiaridad, que saca a relucir la relativa (muy relativa) normalidad de su existencia a pesar de la situación límite en la que están enmarcados… Al menos, hasta que un acontecimiento traumático rompe ese equilibro emocional inicial.
A partir de ese momento, dentro de la estructura dramática de la película conviven la trama puramente terrorífica –que da pie a sustos y a momentos de tensión de grandísima eficacia– con el conflicto emocional que se instala en el núcleo familiar de los Abbott, y que deriva en los graves problemas de comunicación que tiene el padre, Lee (Krasinski), con sus hijos, especialmente Regan (Millicent Simmonds), debido a las dificultades que los dos comparten a la hora de superar el proceso de duelo que genera el mencionado (e inesperado) acontecimiento traumático.
Y es que el patriarca de los Abbott problematiza, a través de la ficción, las figuras paternas clásicas: como ocurría con las generaciones anteriores de padres, por mucho que ejerza como protector de la familia, y se esfuerce por proveerlos de alimentos y necesidades básicas en un contexto tan problemático, eso no impide que su distancia emocional –si bien, en el caso de Lee, no es un constructo social, sino que es un mecanismo inconsciente de protección debido al dolor interno que arrastra y que no quiere transmitir a sus hijos– genere una disfunción relacional que hace imposible que todo fluya con la naturalidad, con la sencillez, que observábamos en las primeras secuencias del largometraje.
De hecho, la situación de partida de Un lugar tranquilo funciona, en un segundo nivel, como proyección metafórica de la incomunicación que se ha instalado en la familia. Esa imposibilidad de hablar abiertamente les lleva también a pasar de puntillas por el conflicto emocional que late tras sus interacciones, pues no tienen la oportunidad de discutir sin ambages acerca de esos sentimientos enterrados, no superados… Lo que nos enfrenta a una realidad sobre la naturaleza humana: la importancia, pese a que la sociedad tienda demasiadas veces a negarlo, de verbalizar nuestros sentimientos para poder confrontarlos de forma sana y equilibrada.
Por eso la amenaza de los extraterrestres acaba ejerciendo como catarsis familiar: porque les obliga, al situarles en diversas ocasiones al borde de la muerte, a reconectar entre ellos a un nivel puramente visceral, lo que les lleva de forma prácticamente natural a expresar sus sentimientos de forma abierta, sin condicionamientos ni barrera emocionales. Como le expresa a Lee su hijo Marcus (Noah Jupe) en uno de los pocos instantes en los que pueden hablar en voz alta sin miedo a morir en manos de los monstruosos alienígenas, no sirve de nada que pienses que tus hijos saben que les quieres por tus acciones como padre: hay que verbalizar sin miedo el sentimiento, y aun más, transmitirlo físicamente, para poder establecer vínculos más fuertes y, sobre todo, generar autoconfianza a través de un apego seguro.