(Originalmente publicado en #Siloshombreshablasen)
Me permitirá el lector empezar con una afirmación que sonará, seguramente, excéntrica. Una cuestión de tiempo no habla sobre viajes temporales.
Vale, su protagonista se traslada en el tiempo. Y altera, de forma consecutiva, y a veces algo caótica, algunos acontecimientos más o menos trascendentales de su vida. Pero no es, en realidad, lo que Richard Curtis no está contando. Es un pequeño truco de prestidigitador (un gimmick, como lo llaman los estadounidenses) para desviar nuestra atención y poder hablar de lo que realmente le interesa: del inexorable paso del tiempo, de la pérdida y de los vínculos padre/hijo.
Hacia el final de la historia, y debido a las limitaciones del viaje en el tiempo, Tim (Domnhall Gleeson) debe elegir entre tener un tercer hijo con su mujer o poder seguir saltando al pasado para visitar a su padre recién fallecido (Bill Nighy). O, lo que es lo mismo, tiene que enfrentarse al dilema entre seguir conservando el cordón umbilical que le une a su progenitor, el instinto natural de buscar su protección, o bien mirar hacia delante, hacia su propia familia, y asumir la soledad, el vacío que deja atrás la ausencia de su figura paterna.
Pocas veces una película ha resumido de forma tan hermosa (y a la vez, tan dolorosa) cómo el amor hacia nuestros hijos, la responsabilidad que tenemos respecto a ellos, nos impele a superar nuestras pérdidas. A crecer. A mirar hacia el futuro, en vez de dejarnos arrastrar por la nostalgia. A convertirnos en el bastión en el que se apoyarán durante el resto de nuestra existencia.
Aunque una parte del metraje de Una cuestión del tiempo desarrolle la historia de amor de Tim y su mujer Mary (Rachel McAdams), a grandes rasgos, yo la veo como una narración sobre la paternidad. Y, por lo tanto, sobre el proceso de aprendizaje vital de su protagonista, y la asimilación del legado moral y sentimental de su padre. Ese hombre que, a lo largo de toda la película, le acompaña, le aconseja, pero también le permite cometer sus propios errores. Que le escucha sin juzgarles, le apoya y le anima con discreción, sutilmente.
Curtis dibuja, con la ayuda de un Nighy estupendo, al padre que todos habríamos querido. Y aquél en el que todos, con nuestros defectos y nuestras limitaciones, nos gustaría convertirnos en el futuro.
Por eso, como decía al principio, Una cuestión de tiempo no es una película sobre viajeros temporales, igual que ¡Qué bello es vivir! no habla solamente de qué sería del pueblecito de Bedford Falls sin la intervención de James Stewart. De forma modesta y contenida (incluso a la hora de mostrar los viajes en el tiempo, que funcionan por mero fundido), Curtis habla sobre la vida. Nada más y nada menos que sobre la vida.
Al final de la película, Tim deja de utilizar su capacidad para viajar en el tiempo. Porque ese poder es, en realidad, una metáfora, una ficcionalización en clave fantástica de su inseguridad, de su insatisfacción prácticamente congénita. La pérdida de su padre, y la comprensión mucho más profunda de su esencia, de su importancia, le llevan a reconciliarse consigo mismo y, a través de ese proceso, también a aceptar a todos (y a todo) los que le rodean. Y a no necesitar, por lo tanto, corregir ni mejorar nada.