M. tuvo una llegada accidentada al mundo. Mi mujer rompió aguas antes de empezar a tener contracciones, y aunque pasaron muchísimas horas y había dilatado lo suficiente, el cuello del útero no se acababa de borrar, por lo que, hasta el último momento, nos acechó el fantasma de una posible cesárea. Pero finalmente, con mucho esfuerzo por parte de todos, tuvimos la suerte de que no fuera así. Pude ver cómo M. se abría paso hacia el mundo.
Sin embargo, a partir del protocolo de actuación del hospital, y debido a la cantidad de horas que había estado sin líquido amniótico, los médicos decidieron que había que hacerle una analítica para descartar posibles infecciones. Así que, cuando apenas nos habíamos acostumbrado a su tacto, a su olor y a su pequeña, aún discreta presencia, se lo llevaron de nuestro lado.
Lo peor fue que, cuando nos lo devolvieron, nos soltaron la bomba: las pruebas mostraban indicadores de infección, por lo que de inmediato iban a ingresar a M. en la unidad de neonatos para hacerle una punción lumbar (una de las pruebas diagnósticas más dolorosas que existen) con la que descartar posibles complicaciones y, mientras tanto, administrarle antibióticos por si las moscas… Con mi mujer aún recuperándose de una doble epidural, todavía incapaz de moverse, muerta de la angustia, yo acompañé a M., desorientado, sin entender nada. Y por si fuera poco, no me dejaron pasar.
Imaginad la situación: me dejaron esperando solo en su pasillo, mientras veía alejarse a mi hijo recién nacido, dormidito, relajado. Cuando desapareció tras una puerta, di vueltas y más vueltas, inquieto por no saber qué estaba ocurriendo… Hasta que, de golpe, oír llorar a un bebé a todo pulmón. “¿Será M.?”. El corazón se me encogió. Miré hacia la habitación: nadie salía ni hacía además. Sudores fríos. Busqué en los ventanales que me rodeaban alguien a quien preguntar, a quien pedirle que me dijeran qué había pasado con mi hijo, y nadie se asomó para avisarme: “Tranquilo, su hijo está bien, puede venir a verlo”. Sólo un llanto desconsolado que me perforaba el cerebro.
No pongo en duda la necesidad de realizarle la punción lumbar, pero ¿tan difícil era dejarme pasar para estar con el bebé? ¿Tan incómodo era contribuir a la tranquilidad del pequeño, pero también de la mía, dejándome acompañarle en el trance? Éramos aún padres novatos, y todavía no conocíamos los derechos de nuestro hijo como paciente, pero según los derechos del menor hospitalizado, puede estar acompañado en todo momento. Nada de eso se cumplió (ni hubo intención de ello).
Por suerte, una amiga enfermera pasó por allí y me echó una mano. Habló con sus compañeras, y me acompañó a ver a M., resguardado en una cunita de plástico transparente, y llorando con desesperación. La imagen activó todos mis resortes paternales y no lo pensé ni un segundo: de inmediato lo cogí en brazo y lo acuné, cantándole suavemente y acariciándole para calmarlo.
Mientras esperábamos los resultados (el cultivo en cuestión tarda cuatro días en dar resultados), M. tuvo que quedarse en la unidad de neonatos, así que no pudimos darle un recibimiento convencional. No tuvimos que lidiar con una habitación llena de familiares, amigos y conocidos haciendo ruido y queriendo coger al bebé: los que vinieron a verlo sólo pudieron observarlo a través de una cristalera, siempre que alguna de las enfermeras más “simpáticas” no nos llamara la atención. La mayoría eran muy dulces, y muy voluntariosas, pero las más mayores insistían mucho en que no los cogiéramos tanto en brazos, que los íbamos a malacostumbrar… Y lo que es peor, ¡reñían a sus compañeras más jóvenes si también lo hacían!
En los días siguientes, las horas en las que teníamos que dejar a M. para poder descansar fueron de las más tristes de toda nuestra vida. Antes de que mi mujer recibiera el alta, solos en nuestra mitad de la habitación del hospital, mientras la pareja con la que la compartíamos vivía, ellos sí, la ceremonia habitual de celebración de la llegada al mundo de un nuevo bebito. Y luego, cuando por fin pudimos volver a casa, al encontrarnos junto a nuestra cama la minicuna que habíamos dejado preparada con tanto amor (con una tela mosquitera por encima para no que cogiera polvo) totalmente vacía.
Por suerte, todo pasó. Los resultados de la punción lumbar salieron perfectos, así que nos pudimos llevar a M. a casa. La gente vino a recibir al recién llegado. Pudimos observar durante horas y horas, sin interferencias de ningún tipo y sin que nadie nos dijera que lo cogíamos demasiado, al pequeño. Dormimos poquísimo, eso sí. Pero a cambio, poco a poco, fuimos convirtiéndonos en una familia. Todo se puso en su sitio.
Siempre hemos pensado que, si M. acabó resultando ser un niño de alta demanda, quizás fuera por su traumática experiencia a la hora de llegar al mundo. Quizás no tenga nada que ver, pero aún nos sentimos dolidos por aquella separación, por la imposibilidad de compartir de forma más estrecha la hospitalización del bebé. Y sobre todo, por esa sensación de que, por más que fuera por una buena razón, nos habían hurtado esos primeros días mágicos, especiales, con nuestro bebé.
Lo que tengo clarísimo es una cosa. Aquel momento en que acudí a su rescate, cogiéndolo en brazos y consolándolo con todas mis fuerzas, y pese a la mirada de desaprobación de alguna de las enfermeras, ese instinto paternal que siempre había sentido acabó de consolidarse. Nuestra relación padre-hijo se selló definitivamente. Dejé de ser solamente Tonio para convertirme, para el resto de mi vida, en el papá de M. (o “papito” durante una buena temporada). Y ese cambio existencial me ha dado algunos de los momentos más plenos, más hermosos y más irrepetibles de mi existencia.