Hay una cosa que M. todavía no sabe, y es que no volverá a estudiar en la misma escuela en la que pasó los dos cursos anteriores.
Hace tiempo que su madre y yo decidimos matricularlo en otro centro porque ni compartimos el proyecto educativo del actual (si es que realmente tienen uno, algo que todavía a día de hoy sigo preguntándome) ni su forma de afrontar determinados conflictos de convivencia.
Nosotros, mejor que nadie, sabemos lo que necesita M. Y no es adquirir conocimientos como un autómata (de hecho, él de por sí ya es una esponja, no necesita que le machaquen con bits de información), sino que le cuiden a nivel emocional. Que sepan percibir y valorar su sensibilidad, su fragilidad, y se encarguen de reforzar su personalidad y su autonomía tal y como lo intentamos nosotros.
No necesito que saque sobresalientes, ni que tenga un expediente impecable. Lo que me interesa es que aprenda a ser una persona crítica, reflexiva e intuitiva (si, entre todos, lo logramos, los conocimientos llegarán solos, a su ritmo natural), pero sobre todo, que se sienta realizado, seguro de sí mismo… Feliz, al fin y al cabo.
Eso no nos lo daba el colegio en el que estaba inscrito. Así que hemos buscado (y requetebuscado) uno que realmente se ajustara a ese perfil. Y creemos haberlo encontrado.
La cuestión es que, en algún momento, tendremos que decirle que dejará de ver a sus amiguitos y a sus profesores, y que se va a ver obligado a aclimatarse a un entorno nuevo en el que, esperamos, le pongan las cosas fáciles. No voy a negar que temo su reacción frente a la noticia.
Y es que, cuando le trajimos a este colegio que ahora deja atrás (a regañadientes: es el que nos asignó Ensenyament al no entrar en el que de verdad queríamos) era un niñito de tres años que todavía se resistía a separarse de nosotros. Y ahora sale convertido en un niño de cinco, con una actitud muy distinta, y que allí ha vivido muchas cosas (algunas buenas, otras no tan buenas), ha hecho amigos y, sobre todo, ha descubierto qué significa ir a la escuela y, lo más importante, lo mucho que le gusta aprender.
Más allá de esas dudas que le asaltan a uno cuando toma una decisión que sabe que afectará tan profundamente a su hijo, no puedo evitar cierta melancolía al pensar que nunca más volveré a acompañarlo hasta la puerta de la que ha sido su clase a lo largo de dos cursos. Que no lo veré jugar en el parque juntos a sus compañeros. Y que esa etapa, fundamentalmente, ha quedado cerrada.
Poco a poco, estos recuerdos, que ahora son tan vívidos, se irán difuminando a medida que otros nuevos se vayan sedimentando encima de aquéllos.
Y eso significará que M. se nos hace mayor.