Lo cierto es que mi mujer y yo no escogimos el colecho. Fue el colecho el que nos escogió a nosotros.
Siempre hemos sentido envidia hacia esos padres que aseguran (con una leve sonrisilla asomándole a los ojos) que sus hijos jamás les han dado problemas para dormir. No es el caso de M. Que, como recién nacido, se despertara cada dos o tres horas para mamar no tiene nada de extraño; que lo siguiera haciendo a medida que pasaban los meses, resultaba no sólo preocupante, sino francamente agotador. Por supuesto, es algo completamente normal en el proceso evolutivo de muchos niños, pero entonces todavía no lo sabíamos.
En innumerables ocasiones soñé con su imagen de pie, en su cuna, agarrado al borde, mirándonos desde la (relativa) distancia, como ocurría cada vez que se despertaba en medio de la noche. Y efectivamente, cuando abría los ojos, casi siempre estaba ahí, observándome.
Pensábamos que quizá era cosa del ruido que entra por nuestra ventana (que da a una calle bastante transitada, por la que pasan autobuses hasta altas horas de la noche), así que intentamos crear unas rutinas de sueño que le ayudaran a relajarse y que, de hecho, hoy en día aún seguimos manteniendo. Baño tranquilizador, un cuento, algunas canciones y a camita. Cada día un proceso idéntico. Y aun así, le costaba dormirse. Y nos desesperaba cada día más.
Yo me resistía al colecho. En mi egoísmo, no me gustaba la idea de que M. nos impidiera dormir como habíamos hecho hasta ese momento, abrazados, perdiéndonos el uno en la calidez del otro. Pero estábamos desesperados. ¿Y qué ocurrió? Que, durante un viaje, lo probamos, y poco a poco funcionó. M. durmió cada vez mejor, y cada vez más horas seguidas. Nosotros estuvimos incómodos e inseguros al principio (teníamos mucho miedo a aplastarle sin darnos cuenta), pero acabamos adaptándonos a su presencia allí, a nuestro lado.
Lo que no significa que no se despertara. Lo hacía, a veces a horas intempestivas. Pero, a medida que se iba acercando a los dos años, su sueño se fue regulando, y llegó un momento en que, antes de que nos diéramos cuenta, M. ya dormía toda la noche del tirón… Aunque eso significara que se levantaba a las 7:30 de la mañana. No os podéis ni imaginar el alivio que resultó para nosotros.
Cuando la cama se hizo demasiado pequeña para que la compartiéramos los tres (sobre todo, por lo mucho que se mueve M. mientras duerme: a veces me he encontrado con su pierna encima de mi cara), lo que hicimos fue comprar una cama diván en Ikea (modelo Hemnes, más concretamente) y colocarla pegada a la nuestra. Así pudimos seguir haciendo colecho, pero dándole a M. su propio espacio (y dejándonos a nosotros también un poco más de margen de descanso).
A día de hoy, cuando M. acaba de cumplir los cuatro años, ni siquiera nos planteamos que se vaya a dormir a su propia habitación. Su presencia allí, a nuestro lado, está tan integrada que, las pocas veces que me he quedado solo en casa, con la cama para mí, me ha costado horrores conciliar el sueño. Me sentía demasiado solo. Y supongo que algo parecido le ocurre a M., pues, cuando le preguntamos al respecto, él nos dice que quiere seguir durmiendo con nosotros para siempre jamás. Por supuesto, sabemos que, por más que ahora se muestre tan seguro al respecto, llegará un momento en que cambie de opinión, en que se impongan sus deseos de independencia, y realmente nos pida irse allí, al final del pasillo, solo. Pero, de momento, no tenemos prisa. Ninguna.