El peor momento del día

(Originalmente pertenecía al carnaval de blogs #ElTemadelaSemana de Papás Blogueros)

Desde su mismo nacimiento, mi mujer y yo decidimos apostar por minimizar la necesidad de dejar a M. en manos desconocidas. Ni nos gustaba la idea de dejarlo en una guardería, ni la idea de contratar a alguien para que nos sustituyera: optamos, a cambio, por coordinar nuestros horarios de forma que lográramos que, al menos, uno de nosotros estuviera siempre con él.

Las circunstancias laborales que se han dado después nos han obligado a apretarnos, y además mucho, el cinturón, pero al mismo tiempo nos lo han puesto más fácil para volcarnos más en M., dedicarle tiempo y que sienta nuestra presencia como algo constante –como he dicho en algún otro lugar, yo también he optado por perder algo de visibilidad profesional para ello–.

Eso ha hecho que vea como algo normal que sus padres estén siempre presentes. Que se sienta acompañado y reforzado por nosotros, y se sienta, de hecho, mucho más tranquilo y más relajado cuando, sencillamente, hacemos cosas los tres juntos. Pero también provoca que lleve mucho peor que otros niños el hecho de no estar con nosotros.

Sin ir más lejos, este año decidimos, con todo el dolor de nuestro corazón, y por una mera cuestión práctica, dejarlo en el comedor escolar –durante todo P3 comió en casa, pero se hizo inviable por cuestiones logísticas–. Y aunque, en general, lo lleva bastante bien –ayuda, claro, que decidiéramos que los viernes fuera un día especial y coma con su madre–, de vez en cuando algo se remueve en su interior, y nos dice, lloroso, que no quiere ir, que prefiere quedarse en casa…

¿Que nosotros, padres que siempre nos hemos volcado en él, necesitamos que se quede en el comedor? ¿De qué manera podemos transmitirle que la decisión, en realidad, nos rompe el corazón, y que, aunque va en contra de lo que nosotros defendemos, no tenemos más remedio que asumirla porque las responsabilidades de la vida adulta nos obligan?

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