Junto a su almohada

Cuando eres pequeño te sientes protegido, en la enfermedad, por tus padres. Ellos siempre parecen saber lo que deben hacer, la manera más eficaz de consolarte, de aliviarte aunque sea un poquito. Es cuando estás al otro lado de la barrera, y eres tú el que debe cuidar, y transmitir confianza y seguridad, cuando te das cuenta de que, en realidad, tiene algo de fachada. De que detrás de tus decisiones relativas a la salud de tus hijos hay, en realidad, una preocupación profunda y, sobre todo, dudas, muchas dudas. Pero no te queda más remedio que apechugar y tomar el toro por los cuernos, porque, en este caso, eres tú quien asume la responsabilidad de tener a un niño enfermo a tu cargo.

Pocas veces se siente uno tan desemparado como cuando llegas a casa desde el hospital, con un recién nacido entre los brazos, y debes enfrentarte a la realidad de que puede llegar a enfermar, y eso te obliga a tomar decisiones inmediatas para que no vaya a peor. En los primeros meses de vida de M., a mi mujer y a mí nos salvó la vida recurrir como una especie de manual de instrucciones a “Qué se puede esperar el primer año”, de Heidi Murkoff, Arnele Eisenberg y Sandee Hathaway. Hasta que, simplemente, fuimos adquiriendo más seguridad y confiando en nuestros instintos (y aprendiendo a no cortarnos en preguntar a la pediatra de M., más que a nuestras madres, cuando no estábamos seguros de algo), y, antes de que nos diéramos cuenta, acabó tirado en un rincón de la casa, sin que volviéramos a hacerle caso.

Casi cuatro años más tarde, lo cierto es que, sí, hemos aprendido a manejar las situaciones de potencial enfermedad más comunes. Soy capaz de reconocer la fiebre de M. con una palpación (a mí lo que me funciona es ponerle una mano en la frente y otra en el cogote: el contraste de temperatura me parece más indicativo que si sólo uso una referencia), me he aprendido casi de memoria la cantidad de Apiretal y de Dalsy que le corresponde (y la mejor manera de combinarlos según la situación), e incluso he incorporado algunos trucos de abuela que sirven para aliviar algunos síntomas (como esas dos cucharadas de miel, que se licúan tras unos segundos en el microondas y, si les añades un chorrito generoso de limón, dejan la garganta como nueva)… Y aun así, es difícil no seguir sintiendo preocupación hacia tu hijo, no sufrir al verlo descompuesto, sufriendo dolor, por una enfermedad, por leve que sea.

En la enfermedad, todos volvemos un poco a nuestra niñez. Así que los pequeños de más de cuatro años, como M., que ya buscan una cierta independencia de sus papis, que más veces de las que nos gustaría rehúyen tus abrazos, y empiezan a no tomarse demasiado bien que les plantes besos cada dos por tres, siguen convirtiéndose otra vez en bebés cuando se encuentran mal. No se trata, en realidad, de una auténtica regresión, sino que caen las barreras de comportamiento social y lo que queda frente a nosotros es su yo más instintivo, más desnudo, el que sigue necesitando, pese a que se esfuercen en no parecerlo, nuestro consuelo, y sobre todo nuestra (supuesta) capacidad para solucionar, para tomar las decisiones adecuadas (con la responsabilidad que eso implica).

Es difícil, la verdad, no sentir una punzada de miedo cuando un hijo se pone enfermo. Uno quisiera pensar que siempre tiene la situación controlada, que en realidad lo que tiene no es nada grave, y controlable, pero el propio desamparo que desprende el niño (no hay nada que dé más pena que verles perder su energía, su vitalidad), unido al amor infinito que uno, como padre, siente hacia ellos, hace que sea imposible no sentir, aunque solamente sea una punzada, de terror. Es puro instinto de protección, pero multiplicado a la enésima potencia.

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