Hace una semana cogí una de esas amigdalitis intentísimas que te dejan en cama baldado, dolorido, con la garganta tan hinchada que ni puedes hablar ni casi comer (más allá de líquidos). Casi un guiñapo humano y quejumbroso, vamos.
Hablaba hace un tiempo sobre cómo nos preocupamos los padres cuando nuestros hijos se ponen enfermos, pero hay otro tema por el que, demasiado a menudo, se pasa por encima: cómo reaccionan ellos cuando somos nosotros los que sufrimos algún tipo de malestar físico. Su visión de nosotros sigue siendo tan idealizada, tan pluscuamperfecta (nosotros seguimos siendo sus proveedoresprincipales), que en el momento en el que ven en nosotros una debilidad inesperada, se quedan desconcertados.
Me ha pasado otras veces en las que he caído presa de algún virus o similar: M. ni quiere acercarse a verme, ni a darme un beso. Y si lo hace, es con apresión, con incomodidad. Sin ganas.
Un padre (en general, una personal adulta y emocionalmente madura) no debería sentirse mal por una reacción semejante, por más que, en esa situación, sintamos una punzada de pena. Hay que ser conscientes que, para un niño, todo lo que sea una brecha en sus rutinas y, sobre todo, en todo lo que le hace sentirse seguro, le transmite desprotección.
Por eso a M. no le gusta ver derrotado a su Superpapá, ése que, cuando está en plena forma, nunca para, siempre está en movimiento, buscando fuerzas de donde sea para llevarle al fin del mundo… De hecho, cuando vio que no podía hablar, y que apenas me salía un hilo de voz a lo Vito Corleone, M. corrió a contárselo a su madre. Tanto le impresionó que me observaba atentamente cada vez que intentaba hablar, como intentando reconocer mi voz detrás de aquella especie de murmullo lastimero.
Día a día, me fui sintiendo mejor. Mi voz volvió. Y no nos podéis imaginar la sonrisa, la mirada de alivio, que dejó escapar M. cuando me escuchó hablar otra vez, más o menos, como una persona normal. Que pudiera leerle algunas páginas de uno de sus cuentos de antes de dormir, aunque fuera carraspeando sin parar, con una voz que iba menguando a medida que hablaba, le hizo increíblemente feliz. Como si hiciera una eternidad que no me veía.
Básicamente, porque su Superpapá había vuelto.