Lo que no se dice

Siempre me he preguntado por qué, cuando tienes tu primer hijo, nadie te cuenta lo difíciles que pueden llegar a ser las primeras semanas. Incluso los primeros meses. Nada sobre la falta de sueño, el agotamiento, los miedos, la desorientación… Ni siquiera el hecho de contar con ayuda de la familia alivia esa sensación inicial de desamparo, de desconexión con la realidad.

Y no ocurre solamente con los inicios. En general, se evita hablar de lo duro que puede llegar a ser convertirse en padre/madre. Hemos inventado, eso sí, todo tipo de métodos, sostenidos sobre (dudosas) argumentaciones científicas, para eludir lo más exigente de la experiencia: que si método Estivill, que si destete temprano, que si guarderías públicas… Ideas que reflejan la esencia invidualista de nuestra sociedad, poniendo al progenitor por delante del niño. Sin embargo, quizá porque somos todos conscientes de lo que tienen detrás, no se reconoce jamás a qué responden. Ni qué es lo que intentan compensar.

De la misma manera, no suele hablarse de la cantidad de gente que, cuando llega un niño a tu vida, empieza a quedarse atrás. Esos amigos a los cuales la paternidad todavía les pilla lejos –a algunos, de hecho, se diría que les da miedo que sea contagiosa–, y a los que les cuesta aceptar que no puedas quedar a (o hasta) determinadas horas, que necesites planificar tus pasos con antelación, que hables (quizás más de lo debido) sobre tu hijo…

Tampoco se menciona que, al menos durante un buen puñado de años, hay que olvidarse de los grandes viajes, de las vacaciones interminables y relajantes. Porque, a partir de ahora, vas a tener a tu lado a un niño con unas necesidades básicas que hay que cubrir en el momento en que surgen, y al que por más que lo intentes, no puedes (ni debes) imponerle el ritmo de un adulto…

Igual que nadie te dice que se acabó lo de comer y/o cenar fuera de forma relajada, íntima. Ni que, al menos durante los primeros años, te va a resultar imposible compartir mesa con tu pareja –ni siquiera con amigos, si es que os decidís/atrevéis a salir en grupo–, sino que os vais a ver obligados a hacer turnos, porque los niños, por regla general, no se quedan sentados tranquilamente a la mesa, observando cómo hablan los adultos…

Por no hablar de ese detalle, que tanto cuenta asumir a los hombres que no están dispuestos a volcarse ni lo más mínimo por su papel como padres –esos que afirman, cargados de razón, que los demás somos esclavos de nuestros hijos–, de que la vida de pareja se convierte en un esfuerzo. Que el ritmo del día a día se hace tan vertiginoso, tan hiperestructurado, que se pierde la capacidad de improvisación, y hay que hacer auténtico encaje de bolillos para sacar unas cuantas horas –eso, si no estáis demasiado cansados– en las que poder miraros a los ojos, hablar y ser algo más que los “padres de”…

Lo que no significa que me arrepienta de ser padre. Ni que me pesen las renuncias. No cambiaría por nada la experiencia de tener a M.: cada vez estoy más convencido de que es lo más importante que he hecho, y que seguramente haga jamás, a lo largo de mi existencia… Sí, mucho más que cualquier carrera profesional.

Pero eso no quita que, a veces, sobre todo cuando estoy más cansado, o quizás más nostálgico –como cuando uno mira viejos álbumes de fotos y se redescubre a sí mismo en un rostro más joven–, mire hacia atrás, hacia quién fui y lo que hice a lo largo de mi vida, y no eche un poco en falta determinadas cosas.

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