Mi momento favorito del día

(Originalmente pertenecía al carnaval de blogs #ElTemadelaSemana de Papás Blogueros)

Por una cuestión de salud relacionada con su piel, y que le obliga a reducir al mínimo el contacto con el agua corriente, hace años que mi mujer y yo decidimos que fuera yo quien bañara, en solitario, a M. Algo que, inicialmente, era un (hermoso) ritual compartido por los tres (y que llevábamos a cabo, en un momento de absoluta felicidad, sobre la mesa del comedor), y que, desde el año pasado se ha transformado, por pura cuestión logística, en ducha. Un proceso, por cierto, no exento de ciertas dificultades de adaptación: intentamos ser totalmente respetuosos con M., y, de hecho, hubo muchos saltos atrás.

Ahora que todo se ha estabilizado, y él, salvo algún detalle (no le gusta nada que le caiga agua por la cara), está mucho más relajado, el acto de ducharle se ha convertido, para ambos, en un momento de complicidad exclusivo para los chicos. Un pequeño oasis cotidiano en el que poder dedicarme, sin distracciones de ninguna clase, pura y exclusivamente, a mi hijo. Y establecer con él una cierta intimidad, una proximidad especial (¿quién más sabe que le encanta que le caliente la esponja para que le resulte más agradable sobre la piel?), a través de la cual reforzar nuestra relación. Cuando, al final del proceso, lo saco en brazos del lavabo, totalmente envuelto en su toalla, como si todavía siguiera siendo aquel bebito que bañábamos en el comedor, es como si ambos nos reencontráramos con nuestro pasado compartido a un nivel visceral, intuitivo. De ahí que a veces, cuando está muy cansado, sus ojos hagan ademán de cerrarse, arrullado por los brazos (a veces contracturados) de su papá…

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