En una entrada anterior describía cómo mi mujer y yo hemos intentando afrontar de forma respetuosa el hecho de que, por su forma de calibrar el peligro, mucho más intensa que la de otros niños de su misma edad, a M. le haya costado lanzarse a aprender cosas que, en general, asumimos como totalmente cotidianas. Es el caso de su relación con el agua.
No han sido pocas las veces que nos han sacado a colación la existencia de cursos de natación para niños, y el hecho de que, al no poder estar M. con nosotros, eso seguramente le animaría a aprender (obviando la sensación de abandono y de desamparo que habría sentido)… Y no han sido menos las que nos hemos negado a presionarle, a pesar de las dudas y de las frustraciones al respecto.
Por suerte, este verano, M. nos ha demostrado que nuestro respeto hacia sus ritmos naturales funciona, en realidad, mucho mejor de lo que, en el día a día, se puede captar. Porque pasito a pasito, y casi sin que nos hayamos dado cuenta, ha empezado a nadar (de momento, con manguitos). Sin que le enseñáramos de forma explícita, sino a base de pequeñas instrucciones para flotar, mucha paciencia y, sobre todo, transmitiéndole toda la confianza del mundo.
Es cierto que, en las últimas semanas, y un poco por imitación de otros niños que le rodean, M. ha ido dando pasos agigantados respecto a su apresión hacia el agua. Se ha ido metiendo tanto en el mar como en la piscina cada vez más tiempo, y a mayor profundidad, sin que haya habido presión alguna por nuestra parte. Por decisión propia. Y porque nuestra presencia, constante pero no agobiante, le ha transmitido la confianza que necesitaba para atreverse.
Hasta que, hace apenas unos días, mientras estábamos en una piscina pública, mi mujer me llamó en la distancia porque, literalmente, M. quería enseñarme cómo hacía algo. Y cuando me acerqué a donde ambos me esperaban, me encontré a mi hijo nadando solo hacia su mamá (con sus manguitos puestos, claro está), riendo de entusiasmo y, sobre todo, disfrutando de la sensación de estar moviéndose dentro del agua.
No puedo llegar a describir la cálida sensación de felicidad que me transmitió aquella imagen. Ni el orgullo que sentí cuando M., ya en brazos de mi mujer, me miró con una sonrisa de oreja a oreja, buscando mi aprobación, que encontró en un aplauso entusiasta por mi parte y una felicitación sentidísima, arrebatada, en la que se me escapó la emoción sin que pudiera controlarla.
Cuando alguien me pregunta por cómo estoy viviendo la paternidad, siempre digo que es una experiencia que no puede compararse con nada más en la vida. Que no hay nada que se le acerque. Y momentos como aquél que compartimos M., mi mujer y yo en aquella piscina pública son realmente, irrepetibles, inigualables. Pequeños grandes esfuerzos que nos recompensan a todos de maneras muy distintas.