Cuando el educador Marc Prensky acuñó el término nativo digital (así como el complementario de inmigrante digital, mucho menos extendido a nivel popular), lo hizo pensando en la necesidad de renovar los procesos educativos, de acercar las técnicas de enseñanza a los cambios que se han producido en nuestra sociedad. No creo que se planteara estar dándole a muchos padres contemporáneos algo muy parecido a una excusa perfecta para (auto)justificar la opción de dejar a sus hijos entreteniéndose con elementos tecnológicos como móviles, tablets, consolas, ordenadores… O algo que tenemos tan integrado, y tan normalizado, como la televisión.
Vaya por delante que sí, que atender a un hijo en el día a día puede resultar, en muchos momentos, agotador. Los niños son, por naturaleza, absorbentes: somos su gran bastión vital, así que demandan nuestra presencia, nuestra atención, y quieren que les dediquemos tiempo. De ahí que, en determinadas ocasiones, recurramos a entretenimientos externos que nos permiten, aunque sea de forma momentánea, tomar un poco de aire, generar un cierto espacio personal.
Es humano y es comprensible. Muchos padres queremos estar más presentes en la cotidianidad de nuestros hijos de lo que pudieron nuestros progenitores, pero eso implica también que a veces necesitemos un break. Un (necesario) respiro para nosotros mismos.
La cuestión está en que, cada vez más, ponemos todo el peso de ese entretenimientoen lo tecnológico. Resulta, es justo reconocerlo, más cómodo, pero tendríamos que hacernos mucho más conscientes de lo que esa comodidad provoca. Cinco años atrás, la American Academy of Pedriatrics ya advertía del efecto negativo que puede tener el consumo excesivode televisión (de hecho, recomiendan que los niños menores de dos años no se pongan delante de ninguna pantalla) sobre el desarrollo creativo y expresivo de los niños. Y a día de hoy, neuropsicólogos como Álvaro Bilbao abogan de forma cada vez más firme por la necesidad de dejar que la imaginación de nuestroshijos se desarrolle de forma natural, sin condicionarla a base de puro estímulo artificial.
Hay, por desgracia, momentos en los que mi mujer y yo no podemos estar totalmente pendientes de M. Así que, a veces, sobre todo cuando hay que atender a las tareas del hogar, nos vemos obligados a buscar formas de que se entretenga mientras nosotros hacemos otras cosas. Pero procuramos no exponerlo demasiado a la televisión (y siempre de forma controlada, durante un tiempo que pactamos previamente), y guiarlo hacia formas de entretenimiento más educativas, más libres y, sobre todo, más imaginativas.
Lo ideal es, claro, implicarlo en aquello que nos mantiene ocupados (de hecho, muchas veces nos pide participar en lo que estemos haciendo), pero, cuando eso no es posible, intentamos utilizar recursos como juegos de construcción, muñecos, o algo tan sencillo como un puñado de folios y una caja de rotuladores.
Aun así, y siempre que podemos, intentamos estar completamente centrados en M. Dedicarle nuestro tiempo y atención, escucharle y, claro está, compartir sus juegos dejando que sea él quienes los guía (una cosa que, lo reconozco, a veces me cuesta un poco). No tengo más que observar su cara de felicidad cuando estamos los tres juntos, haciendo cualquier cosas, para darme cuenta de lo que realmente necesita, por encima de todo: que estamos allí, a su lado, volcados en cuerpo y alma.