(Re)Tintín 2: Tintín en el Congo

El éxito que había obtenido Tintín en el País de los Soviets, convirtiendo al personaje en el auténtico buque insignia de Le Petit Vingtième, parecía abrirle las puertas al joven Hergé a cumplir su sueño: recuperar los guiños al western de Les aventures de Totor, C.P. des hannetons y trasladar sus aventuras a territorio americano. Sin embargo, su jefe, el abad Norbert Wallez, tenía otros planes. Parece ser que el Ministerio de Colonias del gobierno belga le había pedido un favor: que utilizara la popularidad de Le Petit Vingtième para despertar vocaciones e incentivar una visión (más o menos) atractiva de instalarse en el, por entonces, Congo belga. Así que Tintín varió, de nuevo, el rumbo de sus aventuras.

Consciente de que, como con Tintín en el País de los Soviets, carecía de referencias, Hergé decidió, en esta ocasión, documentarse mejor. Le ayudó el director de Le Boy Scout –recordémoslo, donde nació Les aventures de Totor–, que había editado el libro Notre colonie, pero también uno de los colaboradores de Le Vingtième Siecle, monseñor Joseph Schyrgens, que le guió hacia otras dos referencias bibliográficas, Le Congo belge y Le miroir du Congo belge. También sacó información gráfica valiosa del Museo del África Central de Tervueren, así como detalles de rutas marítimas en la Compagnie Maritime Belge.

Como ocurrió con el anterior álbum, las propias fuentes de las que partió Hergé, unidas a los prejuicios presentes en la sociedad belga de la época, provocaron el racismo enmascarado de condescendencia que flota en toda la aventura. El propio creador confesaba en una entrevista a Numa Sadoul que por entonces se decían cosas como: «Los africanos son como niños grandes… ¡Qué suerte tienen de que hayamos llegado!». Y ése es, realmente, el retrato que se hace de ellos en Tintín en el Congo.

Eso no quita que, en contraste con Tintín en el País de los Soviets, Hergé sí que optara por redibujarlo a mediados de los años 40. Quizás porque, tras todos esos prejuicios y esa visión tan clasista de la población autóctona congoleña, se colaba ya un sentido de la aventura muy personal que iría creciendo, aventura a aventura, hasta transformarse en un estilo intransferible, provocando que en su primera publicación en Le Petit Vingtième, entre mayo de 1930 y junio de 1931, Tintín en el Congo cosechara un éxito formidable.

Y es que, a diferencia de lo que ocurrió en la anterior historia de Tintín, aquí el estilo de Hergé llegaba mucho más evolucionado: sin llegar al grado de refinamiento de su obra posterior, su trazo es mucho más reconocible, hasta el punto de que, en el redibujado, hay viñetas en las que el dibujo prácticamente no varía. Eso sí, en dichos casos, el autor suele añadir pequeños detalles, a veces incluso en la forma de trazar las líneas cinéticas, que alejan las imágenes de la influencia de autores como McManus, Herriman y Dirks, y las aproximan a la naturalidad que caracterizarían a los álbumes más populares de Tintín. No obstante, las diferencias más evidentes –pasando por alto, claro está, la mayor expresividad del protagonista– son apreciables en el detalle de los fondos, mucho mayor, pero sobre todo en el riquísimo (y bellísimo) uso del color que aportó Edgar P. Jacobs.

Una evolución importante que se da en la versión redibujada para Casterman es que, de la estructura de 6 viñetas por página que empleaba en Le Petit Vingtième –y a la que seguía adscribiéndose con una notable rigidez–, Hergé pasó a utilizar 8 viñetas por página. Lo cual, lógicamente, aceleró el ritmo de la historia, pero también le obligó a redibujar (o reconcebir) determinadas acciones y situaciones, ampliándolas y/o concretándolas, y provocó, de hecho, la aparición de grandes viñetas –ausentes en el original– que le sirvieron como transición o para conectar determinadas secuencias. Una característica que se tornaría en idiosincrásica de los álbumes de Tintín.

Pero Hergé no sólo evolucionó como dibujante, sino que en Tintín en el Congo también se apreciaba una cierta maduración como guionista. A pesar de que la estructura semanal de la serie continuaba dándole al conjunto cierto aire de serial, enfrentando a su protagonista con continuos peligros y/o amenazas, aquí recurría a una narración menos itinerante y en la que le daba un peso mayor a los diálogos, rebajando –de momento, ligeramente– la importancia del gag visual. Lo que le restaba importancia a las persecuciones y los enfrentamientos físicos tan abundantes en Tintín en el País de los Soviets y, como consecuencias, también le impelió a (re)definir la figura de su héroe, aquí mucho menos violento, más inteligente y, sobre todo, más conciliador, aproximándose cada vez más a la idea contemporánea de Tintín.

De la misma manera, también desarrolló unos personajes recurrentes –al menos dentro de la historia en sí: aquí no encontraremos a ninguno de sus secundarios clásicos, salvo un cameo de Hernández y Fernández en la versión redibujada–, tanto positivos como negativos, que derivaron en una sensación mucho más compacta. Aquí nacía, de hecho, la figura del villano en persecución continua de Tintín que resultaría tan relevante en sus aventuras iniciales. Pero también llamaba la atención otro detalle esencial para esa mayor sensación de continuidad que tendrían posteriores trabajos de Hergé: que se plantara la semilla de la siguiente aventura del personaje, como si quisiera asegurarse, esta vez sí, de que Wallez le permitía llevarse a Tintín a América.

Una de las características distintivas de Tintín en el Congo es que, una vez resuelto ese enfrentamiento central, Hergé prolongaba la historia de forma un tanto innecesaria subrayando una de las características más incómodas del álbum: el maltrato animal. En una historia en que su talento para el dibujo de vehículos tiene menos importancia, el dibujante quiso darle más importancia a la fauna africana, para lo cual se basó en el trabajo del ilustrador Benjamin Rabier. Sin embargo, los gags aquí son auténticamente salvajes –si bien la broma a costa de la muerte de un grupo de antílopes está sacada de Los silencios del coronel Bramble, de André Maurois–, hasta el punto de llevar al propio dibujante a reconocer, años más tarde, tener «remordimientos por haber matado o haber hecho sufrir a un número demasiado elevado de animales».

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