Como comentaba en la anterior entrega de (Re)Tintín, Hergé introdujo como villanos de Tintín en el Congo a la Mafia de Chicago para asegurarse de que, esta vez sí, el abad Norbert Wallez le permitiera lo que llevaba deseando desde el principio: llevarse las aventuras del personaje en Le Petit Vingtième a tierras estadounidenses en lo que sería Tintín en América. Su intención inicial era desarrollar la fascinación por la cultura india americana que arrastraba desde sus tiempos como escolta, y que ya había aparecido, de forma tangencial, en Les aventures de Totor, C.P. des hannetons.
Hergé era un habitual del Museo Etnográfico de Bruselas, y se conocía de memoria su memorabilia india, pero también utilizó como referencia las profusas ilustraciones del libro Mœurs et histoire des Peaux-Roges de Paul Coze y René Thévenin. Sin embargo, para hilar la historia con Tintín en el Congo debía hacer pasar a su protagonista por Chicago, y allí utilizó, además de su amor por el cine, dos referencias: Scènes de la vie future, de Georges Duhamel, y un número especial de Le Crapouillot dedicado a Norteamérica.

La primera versión de la historia salió publicada en Le Petit Vingtième entre septiembre de 1931 y octubre de 1932 como Les Aventures de Tintin, reporter, à Chicago. Para culminar la aventura, Wallez volvió a montar un stunt publicitario con un actor interpretando al joven reportero. El mismo año 32 se publicó en formato álbum y fue, como todos los anteriores, un auténtico éxito de público: tanto es así que, dos años más tarde, Éditions Ogéo-Cœurs-Vaillants produjo una reedición, igual que Casterman cuatro años más tarde –que le pidió a Hergé que añadiera varias láminas en color, que son las que encontramos en las reediciones modernas de edición primitiva–.
Hablábamos anteriormente de la influencia estilística de McManus, Herriman y Dirks, pero también cabe señalar lo mucho que se inspiró también Hergé en la comedia cinematográfica muda. Sin embargo, en Tintín en América se produjo una interesante sofisticación, pues empezó a aplicar unas referencias fílmicas más modernas, más contemporáneas. Lo que no sólo provocó que recuperara el ritmo frenético –así como la estructura de serial, obligada por el ritmo de entregas a Le Petit Vingtième– de Tintín en el País de los Soviets, sino también que incluyera, ya en el original de 1932, algunos juegos de iluminación que referían tanto al cine negro como al western.


Aquí se produjo, a ese respecto, una ruptura interesante respecto a Tintín en el Congo. Si allí, en la versión redibujada en los años 40, Hergé y su equipo respetaron algunos elementos de las viñetas originales, añadiéndole algún detalle o dándole una expresividad más contemporánea, en Tintín en América nos encontramos con una total reconcepción estilística. No sólo porque, como ya comentamos en el anterior (Re)Tintín, con el paso a álbum de 64 páginas no había más remedio que condensar la historia –en general, concentrado viñetas–, sino porque, pese a respetar incluso muchas composiciones, el lápiz cambia por completo. Se trata, aquí sí, de una obra nueva.


No sólo es que el dibujo se hiciera más elegante, sino que, en general, Hergé también introdujo más angulaciones y, sobre todo, un interesante paralelismo con el formato panorámico de algunas viñetas, sobre todo aquéllas con mayor influencia del western. También aprovechó, claro está, para suavizar algunas implicaciones políticas un tanto cuestionables –la más evidente, que desaparecieran los torturadores chinos de la primera versión, quizás un guiño poco afortunado a Tintín en el País de los Soviets, sustituidos por dos mafiosos estándar–, además de para revelar un rostro que no se había atrevido a mostrar en la versión de 1932 de la historia: el de Al Capone, en los años 40 ya apenas una sombra de lo que fue.
Uno de los aspectos que puede sorprender del álbum, sobre todo viniendo después de Tintín en el Congo, es la carga crítica que desprendía respecto a las injusticias dentro de la sociedad americana: Hergé no sólo denunciaba la corrupción y el gangsterismo, sino también los excesos en la industrialización, los linchamientos y el maltrato a la nación india –algo que contrasta con la condescendencia con la que los retrata, no muy lejos de cómo retrataba a los congoleños–. La realidad es que esa visión negativa de los Estados Unidos venía heredada de la opinión mayoritaria dentro de la sociedad belga de la época, y de hecho formaba parte de algunas de sus referencias documentales, como el libro de Duhamel o el número de Le Crapouillot. Respecto a su retrato de los indios, lo cierto es que Hergé, presionado por las entregas semanales, quedó muy descontento con el resultado, hasta el punto de que llegó a plantearse, dos décadas y media después, hacer un nuevo álbum centrado en dicha nación –con la ayuda documental de un eclesiástico, el padre Gall, auténtico experto en el tema–. Se quedó, sin embargo, en idea, y prefirió optar por llevar adelante Tintín en el Tibet.


También hay que tener en cuenta que, a estas alturas, las aventuras de Tintín estaban cargadas de una gran ingenuidad y sencillez. Pese a que Hergé quisiera empezar a desarrollar argumentos más a largo plazo, lo cierto es que la colección seguía funcionando a golpe de gag, y eso hace, de hecho, que Tintín en América funcione más que nunca como una acumulación de situaciones de peligro que su protagonista tiene que resolver. Uno de los aspectos interesantes es que se empezaba a apreciar una evolución del retrato del joven periodista, que aunque aquí seguía repartiendo mamporros de lo lindo, al mismo tiempo dependía cada vez más de su ingenio… Y no tanto de Milú, cuyo papel empezó aquí a perder importancia: no en vano, aquí encontramos la última ocasión en que Tintín entiende lo que dice.

Esto último no deja de ser llamativo, teniendo en cuenta que Hergé utilizaba al perrito en Tintín en el País de los Soviets para tener a alguien con quien su protagonista pudiese intercambiar diálogos al no estar acompañado de personajes secundarios… Algo que volvía a ocurrir aquí: salvo los mafiosos a los que se enfrentaba Tintín, sobre todo Bobby Smiles, la única figura (no demasiado) recurrente es la del despistadísimo detective Mike MacAdam, parodia del clásico private eye del cine negro que parece apuntar a un tempranísimo antecesor del Profesor Tornasol –de la misma manera que el sheriff borrachuzo incapaz de salvar al protagonista puede verse como un esbozo de Haddock–. Algo que cambiará, por supuesto, en la próxima aventura, Los cigarros del Faraón, con la introducción de Hernández y Fernández.